viernes, 20 de noviembre de 2009

Cohen, Marcelo. Entrevista

ABRAPALABRA: ENTREVISTA A MARCELO COHEN
Entrevista: Laura Mazzocchi, Sebastián Toro, Nicolás Romano y Jorge Hardmeier
Edición: Laura Mazzocchi y Jorge Hardmeier

MI PEQUEÑO BUDA
Marcelo Cohen es – como el título de uno de sus libros – un hombre amable. Ha tenido una inusual predisposición para realizar la entrevista, que se desarrolla en un moderno bar del barrio de Montserrat. Este hombre amable, autor de libros como “Los acuáticos”, “El oído absoluto” y “El fin de lo mismo” – entre otros – vivió veinte años en Barcelona y es una de las voces más interesantes de lo que podríamos (mal) llamar la nueva narrativa argentina. En 1990 publicó un pequeño ensayo, “Buda”. En el primer párrafo de ese libro se desarrolla la que es – tal vez – la gran búsqueda de este hombre amable: El desconocimiento de la ver-dadera condición de la vida era, según él, la fuente del deseo, y éste (sed, ansiedad), el ori-gen de nuestro ingobernable apego a aquello que, por no librarnos del curso del tiempo, nos impide ser felices.

UN PROBLEMA LLAMADO DESEO.
- Cito un texto tuyo: no hay final cuando se redacta, y porque la falta de final visible es un regalo (...) En la narración no hay final ¿Hay origen y si lo hay, cuál es?
- Depende de la idea que uno tenga de lo que son los orígenes. Si uno tiene una idea de fluir, de la vida, el origen siempre es arbitrario. Hay una elección que es la que determina el origen. Uno no tiene muy claro cuál es el origen de todo: del universo, de la cultura, etc. Hay un encadenamiento infinito de causas y en cierto momento, uno, en el relato, detecta un momento de lucidez o de despertar que en mi caso está relacionado, no siempre con una imagen germinal - a veces, sí – como con la unión de tres o cuatro elementos que hay en la cabeza. Y uno ve que dos o tres elementos que están ahí presentes, que tienen cierta perma-nencia en la memoria – porque están relacionados seguramente con una sensación fuerte que uno ya olvidó – se conectan. A veces se conectan voluntariamente; uno dice: a ver estas cosas que están por ahí, cómo pueden formar parte de la misma historia. Lo anterior es cuerpo, es memoria. El momento de decidir la conexión es un acto de voluntad. En algún momento ocurre que esas cosas, uno decide que pueden formar parte de la misma historia. Para mi, ese es un método de escritura. Es decir, lo he adoptado como excusa para escribir, como disparador. Y eso es el origen. Pero, en realidad, todo se origina mucho más atrás, probablemente ni siquiera en la imagen que uno ve, sino en una sensación que uno perdió y que hace que esa imagen te importe por alguna razón que ignorás. Es decir: hay un olvido.

- Referido a la memoria decís: No sé que peculiar seducción puede tener la memoria desenterrada.
- Yo creo que el culto activo de la memoria voluntaria no es una buena vía a la felicidad práctica. El pasado pasó y no sirve para nada. El pasado no sirve para la conquista de cierto tipo de felicidad a la que yo aspiro, que no es la dicha, ni el regocijo – que son chispazos – sino a algo más permanente: la eliminación de la ansiedad. Y la eliminación de la ansiedad está relacionada, me parece a mí, con la atención al presente que es lo único que de verdad existe; es decir la suspensión de los proyectos sistemáticos, la venta o hipoteca de tus sen-saciones a lo que viene después.

- ¿El cuerpo no es ansioso?
- El cuerpo es ansioso. Recibe y trata de responder a todas las excitaciones posibles. El cuerpo no se calma nunca. El problema es qué hace la mente con eso.

- ¿Y la memoria interfiere, en estos casos?
- La memoria crea una ansiedad añadida, cuando es voluntaria. Otra cosa es la memoria in-voluntaria, del tipo de la de Proust, que es indetenible. Y que produce, paradójicamente, una sensación de eternidad, porque conecta momentos lejanos entre sí como si fueran lo mismo.

- Y momentos del pasado como si fueran un presente.
- Exactamente. Beckett dice: la memoria voluntaria es el tendedero de ropa de la existencia. Es decir, uno va poniendo ahí sus posiciones, posesiones y todo eso. Me parece que está re-lacionado con la necesidad de posesión de sí mismo, con el esfuerzo por mantener la iden-tidad. Y cuando uno abandona ese esfuerzo se revela como una cosa sinuosa, más blanda, desmenuzable y cambiante. Cuando uno piensa mucho en el pasado, indefectiblemente lo que hace es tratar de corregirlo. O, simplemente, se delecta en el pasado. Y a mi me parece que eso pone una película añadida a la percepción del presente, que hace que uno lo viva menos. O uno pone atención a sus proyectos, se vuelca hacia el futuro, espera qué viene ahora, continuamente, que es la ley de esta sociedad, por otra parte, a la que podríamos lla-mar la sociedad del espectáculo. Hay un solo campo en el cual se podría defender el esfuer-zo de la memoria y es en el campo del destino de las comunidades.

- ¿Por qué el olvido puede operar positivamente en los individuos y no en las socieda-des?
- Porque el hecho de que sea un tema comunitario ya te libra del ego. Es para todos. La so-ciedad argentina no entiende de vida comunitaria. Es mafiosa. Defiende los interiores, la familia, los pactos de amigos más allá de la legalidad, poné un aprecio excesivo en el afecto de sangre y los pactos cívicos, el bien común, se desprecian. En ese campo la memoria, po-dría obrar, al menos, como una legalidad virtual.

- Decís, en “Los acuáticos”: la conciencia, esa cinta sin fin que a todo el mundo se le en-trometía entre los hechos y las sensaciones. ¿Qué ocurre con el deseo?
- El deseo no pertenece al campo de la conciencia. El deseo obra subrepticiamente. La pa-labra que más usan los budistas para aquello que los occidentales traducimos como deseo es dukha. Y de los diccionarios que he podido consultar, la mayoría lo traducen como ansie-dad. Yo creo que el deseo es el problema. La conciencia es una formación secundaria del deseo. La eliminación del deseo no es ni más ni menos que, para mí, la atención plena al presente. No estoy hablando de sexo. Estoy hablando de deseo de seguir siendo. El deseo del que yo hablo – que me parece que es una gran aspiración eliminar o sosegar o apaciguar – no es ni más ni menos que la suspensión de las expectativas: no el qué vendrá ahora, no calcular, no hacer estrategias, no perder tiempo en esas cosas, si no estar plenamente en el momento. Por lo tanto, no elimina el placer. El placer puede ser mucho mayor. En los mo-mentos de mayor placer, cuando uno dice: qué bien que me lo estoy pasando, ahora estoy haciendo esto, qué bueno es esto para mí, qué feliz soy, ya no es feliz, porque ha quedado confiscado a una idea de lo que le está pasando.

LENGUA Y LITERATURA
- Entonces, el gran problema es el lenguaje.
- El lenguaje es el problema y, al mismo tiempo, en la medida que se ha separado tanto de la sensación, es en el leguaje donde tenemos que actuar. Los momentos de gran intensidad, esos momentos en los cuales uno se entrega y deja de pensar, paradójicamente, están unidos a una gran necesidad de comunicación. También es cierto que hay un momento en que el fin de la ansiedad llama al silencio. Pero es un gran aprendizaje. Beckett tuvo una relación muy larga con un hombre que durante veinte años lo quiso entrevistar. Se hicieron amigos. Este muchacho – periodista y escritor – era budista. Y Beckett le preguntó: ¿qué hacen los budistas? Básicamente nos sentamos a mirar la pared. Y Beckett le dijo: yo toda la vida he hecho eso. Yo me siento a mirar una pared e inmediatamente veo la escritura.

- Recuerdo el final de “Panconciencia”, decís: buscan como si oliesen las necesarias pa-labras nuevas, se preparan para la independencia y el rocío (...) ¿Qué independencia apuntalan estas palabras nuevas?
- Todos los mensajes circulantes están muy separados de las sensaciones. Hace muchas dé-cadas que las mentes más perceptivas – Roland Barthes, el mismo Borges – dicen que el lenguaje nos dice. Decide por nosotros. El repertorio de lo que circula está muy relacionado con la sociedad mercantil y más que nada con el fetiche de la mercancía. El lenguaje de los medios de comunicación, el lenguaje de la publicidad, el lenguaje de la política, el lenguaje de buena parte de lo que se entiende por arte, está hecho de un repertorio de palabras y de expresiones muy limitado y ese sistema verbal es nuestro pensamiento. Entonces qué pro-ponen algunos, como William Bourroughs: cortar las líneas. No es caprichoso el experi-mento de Bourroughs, de cortar y pegar, para que aparezcan cosas nuevas, que susciten pensamientos nuevos.

- Cito: entretanto el recuerdo de la Panconciencia envuelve el mundo real e impide verlo. ¿La ficción es otra realidad?
- No. Pero es precisamente un uso del lenguaje que trata de prescindir de lo instrumental. Por eso a mí no me gustan los libros cuyos autores se ufanan o de los cuales los lectores di-cen: me atrapó tanto que me tenía agarrado. A mi no me gusta eso. A mi me gusta que el lector se quede por su propia voluntad, porque le gusta estar ahí, no porque lo han agarrado.

- En “Usos de las generaciones”: una quiere comunicar una experiencia, busca una forma, un medio de unión como un lenguaje pero también una cosa que se pueda poner en el mundo, para ver y para tocar. Cada uno, al escribir, ¿está creando un lenguaje?
- No todos los escritores lo hacen. En mí sí, es una aspiración. A mi me gusta crear códigos porque creo que los códigos que manejamos sólo expresan o permiten desplegar algunas de nuestras posibilidades.

- ¿Qué se necesita para crear un misterio?
- No sé; ojalá yo pudiera crear un misterio. Lo primero que hay que tener es una cierta con-fianza en el misterio. Es misterioso que uno, al salir de su casa, se encuentre con A y no con H. El misterio es por qué pasa lo que pasa. Pongamos al misterio del lado inverso al de la lógica. De la lógica formal, de la lógica como disciplina del conocimiento, la que dice: si A está en X, no puede estar en Z. Montones de fenómenos, de los más cotidianos, desmienten eso. ¿Dónde transcurre una conversación telefónica. Las ciencias han descubierto todo esto más o menos al mismo tiempo que la filosofía o la literatura. Todo sucedió, más o menos, en las dos primeras décadas del siglo XX.

- En “El fin de la palabrística”, el narrador dice – con bronca, casi -: cada ciudadano es un átomo de una gran molécula con sentido. Yo detestaba esos mórbidos mecanos, el universo unívoco de la Panconciencia. ¿Cuándo uno escribe, no crea un mecano?
- Yo procuro no hacerlo. Yo tuve Mecanos y eran un problema. Las grúas se me movían. Al final desistía, por impaciencia pero también porque eso era poco dúctil. Pero eso pertenece al plano de la técnica material, y la materia necesita cierto tratamiento para no expresar de manera atroz su resistencia. Pero en la literatura es más del orden de las arenas movedizas. Porque las emociones son así. Y a mí no me parece que haya que escribir atornillando. Me parece que las uniones, como en la vida, deben ser más del orden de la de los gases: valen-cias débiles, uniones cambiantes. El lenguaje es un problema, pero eso que yo estoy pidien-do – que me estoy pidiendo a mi mismo – sólo se puede hacer en el lenguaje. Es lo único que tenemos. Ese es el campo donde hay que actuar. Por eso uno sigue escribiendo.

EL CHUPAMEDIAS DE LOS POETAS
- Hay varios párrafos en los cuales se nota un ensalzamiento de la poesía con respecto a la prosa.
- Es así. Lo he hecho muchas veces hasta que me di cuenta de que podía convertirme en un chupamedias de los poetas.

- ¿Es así o es una “patada” a cierta poesía argentina? ¿Es algo irónico?
- No. Cuando uno se encuentra con un verdadero poeta – que es muy difícil de definir, pero que podríamos definir como todo lo contrario de un político – se da cuenta de que verdade-ramente hay otras posibilidades de estar situado en la realidad. Conozco muchísima gente que escribe poesía pero sólo conozco dos o tres que me parece que son poetas. Esto no quiere decir que alguno de los otros no escriban buena poesía. Pero es distinto a lo que uno llama un poeta. Un poeta tiene una percepción más amplia, tiene visiones, y está menos condicionado en sus respuestas. Y además, la poesía, desde hace muchísimo – desde Bau-delaire, por lo menos – se eximió de cumplir con el público. La narrativa tardó muchas dé-cadas más en darse cuenta de que tenían que importarle los lectores y el público en general no, porque de todas maneras, si trataba de ser fiel a la gratuidad de la literatura, no podía menos que entrar en una contradicción con las exigencias del público, que en realidad quie-re ver siempre lo mismo. Me parece que hay una superioridad de perspicacia en la poesía. Después está el problema de las formas y, en ese sentido, es tan poco libre como la narrati-va. Siempre hay, en todo artista, el sueño de una forma, y eso ya es una construcción. Es muy curioso, porque en el choque entre el deliro personal, la turbulencia de cosas que uno necesita expresar y el límite que impone la construcción formal, el lenguaje produce como una especie de desbordamiento – no de callejón sin salida – de estallidos que crean opcio-nes nuevas. Esto pasa en la prosa, también. Lo que pasa es que la prosa ha quedado – du-rante muchas más décadas – como la forma narrativa, hasta que el cine la desplazó, que te-nía que brindar ese tipo de placer que consiste – dicho muy groseramente – en la exposi-ción, el nudo, el desenlace, el suspenso y que además podía enseñar modelos de conducta, resignando la aspiración de la poesía que es mezclar el goce con el conocimiento. Sólo a partir de Joyce y a través de los distintos herederos de Joyce, de Proust, de Kafka – y para-lelamente a la evolución de la dictadura del mercado y de la conciencia de que en definitiva la vida social estaba dominada por mensajes tiránicos – la prosa se dio cuenta de que si atendía a sus propias necesidades, a las necesidades expresivas del narrador, iba a correr el mismo destino que la poesía. En definitiva, la narrativa no tiene un destino de conquista rá-pida del lector; circula entre poca gente, no pasa nada y no hay que asustarse por eso.

- ¿Se puede escribir narrativa desde una forma poética?
- Yo tiendo a ignorar las barreras entre los géneros, porque me parece que se abren más po-sibilidades. Siempre sin olvidar que esas superaciones tienen que dejar cierta constancia de sí en el texto mismo como para que el lector tenga una mínima orientación. Quiero poder participar del juego que yo propuse. Y pienso que si yo puedo participar, existirán algunos lectores que van a poder hacerlo.

HUMANO DEMASIADO HUMANO
- Hay mucha presencia de la música en tus textos ¿Es la que más tiende al silencio que busca el arte?
- No tiende al silencio. Hay que tener cuidado con esas cosas. Porque si tendiera al silencio se callaría la boca.

- Del silencio como búsqueda, hablaba.
- A mi me parece irreparable, en los hombres, la necesidad de agregar algo a la naturaleza. La naturaleza no necesitaba a Mozart. Mozart se necesitaba a sí mismo, Mozart necesitaba a la música. No podemos hacer naturaleza. La música es humana. Es arte, parte de la cultu-ra.

- Añadir o inventar eran una necesidad humana tan natural que al principio debía haber sido inhumana. ¿Cuándo algo pasa de ser inhumano a humano?
- Hay posibilidades de convertirnos en inhumanos cuando actuamos por puro instinto. Es lo que se llama acto gratuito. Eso es inhumano.

- ¿El amor sería inhumano?
- El amor tiene momentos en los que es inhumano. En el mismo momento en que yo pienso si lo que hice es humano o inhumano, ya está, ya perdí la naturaleza. Nos acercamos a la naturaleza cuando menos instrumentales somos. El “para” es el comienzo de la humanidad y es el fin de la naturaleza. Y está relacionado con la instrumentación, porque inmediata-mente después de eso viene usar a un animal para extraerle la leche, para hacer un arado. En la naturaleza no hay jerarquías: el animal mata porque tiene hambre, no mata para ali-mentarse y seguir viviendo, ni planifica el uso del alimento. La jerarquía es diferenciación. Y es la diferenciación la que crea la serie, ya imparable de pensamiento en el futuro. En el amor está esa sensación de pérdida de sí. En pro de algo mucho mayor. Esos momentos – como dice Bataille – dan un conocimiento inexplicable, desbordante, mucho mayor que cualquier conocimiento discursivo. Y me parece que la poesía anda detrás de eso. Como la religión. Sólo que la poesía – al revés de la religión – no es paradigmática; no te dice: he encontrado esto, lo conseguí y lo debés actuar de tal manera. Dice solamente: he encontra-do esto. La prosa también lo puede hacer.

LA VOZ DEL INTERIOR
- En tus libros hay muchas mutaciones, cambios de rostros y hasta de nombres. La personalidad no es fija.
- Son figuraciones de mi convicción de que somos así. Uno es una multiplicidad de posibi-lidades.

- ¿La asamblea interior que se presenta en tus textos?
- Sí. Es el locutorio interior: esa voz. La voz de la obsesión.

- ¿Qué pasa con la vida al margen de la literatura?
- Uno siempre escribe su vida. No puede escribir otra cosa que su vida. Nuestra identidad es un relato que nos hacemos nosotros de nuestra vida. Y todos los meses, ese relato, puede ser distinto. Por eso la identidad es cambiante. A mi me gustan los relatos. Me gustan las formas. Me gustan las formas que se acercan peligrosamente a lo amorfo. Y por otra parte, me gustan los puros relatos: me gusta que la gente cuente cosas – sueños, anécdotas, mo-mentos de su vida, películas que vio, libros que leyó, o cosas que se inventa - Hoy se habla mucho de utopía: ¿qué es una utopía? Una utopía es un relato. Y no existe – pese a lo que diga mucha gente hoy, muchos progresistas – la utopía, no porque se la haya robado, sino porque ellos no pueden formularla.

- ¿Dios es un relato?
- Es el gran relato. El relato máximo.

- ¿Y hay forma de escapar de ese relato?
- Sí. Dándose cuenta de que es un relato antropomórfico. Y de que, en definitiva, Dios es el nombre que uno da a la existencia de las formas. Quiero decir: entre mirar una hoja y admi-rar las nervaduras y la prodigiosa regularidad con que eso se repite a lo largo de todas las hojas de todos los árboles de la misma especie, las respuestas son: investigar cómo fue po-sible eso, atribuirlo a un creador o quedarse en una gran reverencia general no pasmada, si-no lúcida, de que eso es posible y que estamos hechos de esa manera. Por lo tanto uno ¿qué hace? Uno hace hojitas. Los escritores hacen hojitas. Es decir: se sitúa en ese ciclo de for-mación permanente que es la sucesión de la vida: formas provisorias durante largos perío-dos iguales a si mismas en las cuales, de vez en cuando, se produce alguna mutación.

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