viernes, 20 de noviembre de 2009

Caparrós, Martín. Entrevista

ENTREVISTA: MARTÍN CAPARRÓS
Entrevista: E. Muleiro, P. Fidalgo, N. Romano, S. Toro y J. Hardmeier.
Edición: Jorge Hardmeier.
Fotografías: Mercedes Fantini Ortiz.
VIVIR PARA CONTARLA

El hombre lo aclara desde el inicio: no le gustan las entrevistas. Sentado a la cabece-ra de la mesa de su cocina, junto a un ventanal que da un parque luminoso y poblado de ár-boles, explica: Cuando contesto entrevistas suelen pasar por la situación del país o alguno de esos aspectos y ya sé lo que quiero decir. Muy pocas veces una pregunta me hace pen-sar algo y eso es lo que me resulta hinchapelotas. Sin embargo, le da una posibilidad a “El Anartista”: lo que no me gusta de las entrevistas es que ya sé todo lo que voy a decir; en es-te caso lo que me molesta es que no sé nada de lo que voy a decir. El hombre que está sen-tado a la cabecera de la mesa, Martín Caparrós, se licenció en historia mientras vivía en Pa-rís, obligadamente, debido a los años duros de la década del setenta en Argentina. Hizo pe-riodismo televisivo (desde aquel “El monitor argentino” pos dictadura, hasta el “Día D” de Jorge Lanata), gráfico y radial. Pero, fundamentalmente, el hombre sentado a la cabecera de la mesa, reconocido públicamente por sus eternos bigotes nietzscheanos, es un escritor. Pu-blicó crónicas (“Larga distancia”, “Díos mío”, “Qué país”), ensayos (“La patria capicúa” y ediciones críticas de dos textos de Voltaire), los tres volúmenes de “La voluntad” (historia de la militancia revolucionaria en la Argentina) y las novelas “Ansay o los infortunios de la gloria”, “No velas a tus muertos”, “El tercer cuerpo”, “La noche anterior”, “La historia” y “Un día en la vida de dios”. El hombre se levanta de la cabecera de la mesa, va hacia la heladera, descorcha una botella de vino blanco y vuelve a sentarse. Brindamos. Luego, el hombre, habla.

MUSEO DE LA NOVELA.
Caparrós bebe un trago de vino y, como consecuencia de un comentario sobre “Un día en la vida de dios”, esboza una mirada general sobre qué es una novela: Lo que más me gusta, al escribir una novela, es esta idea de que te da un marco en el cual todas las boludeces que se te pasan por la cabeza, que ves, que pensás, que recordás, van a tener un lugar. Es co-mo un cosmos, en sentido estricto. Un espacio en el cual todo puede ser organizable, frente al absoluto caos del mundo. Eso es, obviamente, una actividad divina. Escribir una novela es ser como un dios: postular un mundo, en algunos casos contarlo todo – cosa que no habría que hacer. En un hipotético museo de la novela de Caparrós nos encontraríamos, al comenzar, frente a “No velas a tus muertos”: Escribí eso, en verdad, no por una obligación moral sino, simplemente, porque era la única historia que me había sucedido con la sufi-ciente fuerza como para que, cuando tenía veintiún años, pudiera recurrir a ella. Creo que, antes de querer contar eso, quería contar. Quería escribir una novela. Nunca había pensa-do que iba a escribir novelas. Cuando era chico, escribía poemas. Un día me descubrí, sin querer, escribiendo una suerte de pequeño relato sobre el 25 de mayo del 73. Trabajaba en una empresa, en París: tipeaba. Un día, para joder, porque estaba ahí con la máquina, empecé a escribir. Al rato me di cuenta que era eso: un relato sobre el 25 de mayo. Me fui a comer un sándwich a una plaza, lo leí y dije: puta, pero yo podría escribir una novela con todo esto. Y, obviamente, el único tema que tenía para contar era el de la militancia de esos años. Quizás podría haber hecho una novela sobre los vampiros en Saratoga o del amor eterno entre dos pingüinos en el desierto pero, por alguna razón, me sentí más cómo-do y más impulsado a hacer eso. De “Ansay”, una novela de corte histórico, Caparrós dirá: Yo estaba escribiendo “Ansay” y en el medio leí Zama, de Antonio Di Benedetto. Me que-ría matar. ¿Para qué mierda estoy haciendo esto? Al llegar a “La noche anterior”, debe-mos beber algo de vino y detenernos: Le tengo mucho cariño: fue un libro en el que me permití que lo no contado fuera infinitamente mayor que lo contado y eso me tranquiliza mucho, viniendo de mi. Porque tiendo a pensar que tengo que contar todo y un poco más, sabiendo que eso es imposible. Entonces, le tengo mucho cariño a ese libro en el que pude no decir casi nada y que, me parece, es como una puesta musical; desde el principio te en-contrás, básicamente, con un ritmo. Si el ritmo te gusta lo seguís tarareando y, si no, lo ti-rás a la mierda porque, la verdad, no te da ninguna mano de dónde agarrarte. Es mucho más – perdón – si acaso, un poema que una novela. “La historia” es la próxima novela del museo, con algunas particularidades: es un escrito de aproximadamente mil páginas y el hombre de los bigotes nietzscheanos ocupó diez años de su vida en darle forma: Vivía en España. Un amigo mío tenía una casa en la Sierra de Segovia, un lugar muy lindo; me iba ahí, solo, me encerraba y escribía. Yo había escrito “No velas a tus muertos”, que eran co-sas que me habían sucedido a mí o a amigos, había escrito “Ansay” que tomaba ciertos textos de época y ciertos sucedidos más o menos verificables. Decía: qué lástima que no se me ocurren historias. Y se me empezaron a ocurrir historias. Seguí y se me ocurrían más. Pensé que lo que necesitaba era una máquina que me permitiera meter todas esas historias en alguna parte y que les diera algún funcionamiento, algún sentido que las interrelaciona-ra. En algún momento se me ocurrió, ya, la estructura de “La historia”. Lo que me parecía más necesario era dar con un castellano para el relato central; quería que fuera un caste-llano de ninguna parte, un castellano en el cual cualquier lector hispanoparlante se sintie-ra extranjero. Fue un laburo larguísimo. Cuando tuve la sensación de que lo había encon-trado, ya había escrito – no sé – trescientas o cuatrocientas páginas; tuve que rescribir to-do. Mientras escribía “La historia” tenía la sensación de que su premisa hacía que no tu-viera ningún final. El modelo de este escribir es el de la proliferación incontenible, por lo tanto, como forma, no tiene un final posible. Estaba muy preocupado con eso: cómo voy a hacer para terminarla. Y supongo que, nada, la terminé cuando se acabó la voluntad. Ya estaba. El museo se termina; el vino también. La última novela de Caparrós es “Un día en la vida de dios”: es una puesta en escena sobre la actividad de dios (creador de mundos, cual novelista) durante un día: Me parece que es una nota al pie de “La historia”. Me gustó hacerlo y la pasé pipa: no tenía ninguna ilusión con el hecho de que estaba escribiendo una novela. Se me ocurrió un título, que fue ese, me gustó el título y me dije: qué puedo hacer para ponerle una novela, un relato, a este título. Y se me ocurrió esta bobada de ir recorriendo momentos de ese día. Pero lo escribí todo el tiempo, claramente, como un chiste, como un divertimento y por eso la pasé muy bien. Ojalá pudiera seguir escribiendo en ese espíritu.

EL NOVIO DEL OLVIDO
La memoria, el olvido, el recuerdo, son temas centrales en la obra del señor Caparrós. El sol entra por el ventanal, iluminando la cocina del hombre sentado a la cabecera de la mesa que escribió, en “La historia”: Las culturas, en general, no están preparadas para pensar el tiempo de su olvido.
¿Cómo sería pensar el olvido?
Supongo que se parece, en términos individuales, y con perdón de la antropomorfización, con perdón del procedimiento y con perdón de la palabra, también, a pensar el tiempo post morten. Es muy difícil. Ya es bastante difícil pensar que uno se muere, como para encima tener que pensar qué va a pasar después. Es muy difícil, para una cultura, pensarse a sí misma, una vez que ya no exista. Las herramientas que tiene una cultura para pensar son las suyas propias, son aquellas con las cuales piensa las cosas. Entonces, pensar el tiempo de su propio olvido es tratar de saber cómo la van a pensar otros, o sea cómo la van a pen-sar desde otras herramientas. Y eso es casi imposible.
De “La noche anterior”: Cuando olvidamos es que hemos perdido, sin duda alguna, menos memoria que deseo. ¿El olvido se construye o es un pérdida de deseo?
Supongo que se construye muy fuertemente, sobre todo, el recuerdo. Por eso la idea de que olvidar no es perder memoria, sino perder el deseo, entre otros el que te hace recordar, el deseo de recordar. Pero sí, hay muchos casos en que el olvido es una construcción tan compleja como el recuerdo. El olvido es una gradación del recuerdo. Uno podría pensar que el olvido es cien y el recuerdo es cero y entre ambas va oscilando la forma en que uno construye sus propios relatos.
El olvido se toma como una figura negativa: no hay que olvidar, recordemos...
Ahh.... no vayamos a la actualidad nacional.
No, la actualidad nacional o hace doscientos años, es igual.
En Argentina hay, ahora, como una obligación de la memoria. Cuando se dice memoria se entiende el recuerdo de las atrocidades cometidas por los militares en la década del seten-ta. Me parece algo aterrador: es como haber secuestrado la palabra memoria, que es am-plísima, y darle un sólo sentido y privarla de todos los demás. Aquí, con la palabra memo-ria y con la idea de memoria hay un problema, digamos, político, ideológico, que a mí me molesta particularmente. Me da la sensación de que, en muchos casos, esa memoria y esa obligación de la memoria obtura la posibilidad de hacer cosas hacia delante, en el presen-te. Realmente, es como mi preocupación número treinta y nueve el recuerdo de las atroci-dades de la dictadura; quizás lo puedo decir – y quizás es un poco canallita – porque es-cribí dos mil quinientas páginas sobre la cuestión y entonces tengo “derecho” a decirlo. Pero creo que hay tantas cosas más importantes para hacer en Argentina que recordar las atrocidades de los militares, sin olvidarlas, pero sí poniéndolas en el lugar que se merecen. Durante los años ochenta y una parte de los noventa una proporción grande de la energía social estuvo dedicada a pedir por los muertos, según el modelo instaurado por las Ma-dres: primero los desaparecidos, después Bru, María Soledad, la AMIA, Embajada, hasta ahora, en que estamos con el 20 de diciembre, que es un poco distinto porque las otras son como muertes de víctimas inocentes: lo que se pide es, en la mayoría de esos casos, escla-recimiento y justicia. Lo del 20 de diciembre, lo de Santillán y Kosteki, son casos de gente que murió haciendo algo muy preciso, entonces reivindicarlos es reivindicar, también, lo que estaban haciendo. Cosa que no sucedía con los desaparecidos, razón por la cual escri-bimos “La voluntad”. Ese modelo de pedir por las víctimas, de la memoria, siendo muy respetable, ocupó tanta energía social que impidió, de alguna manera, que esa energía se dedicara a cuestiones mucho más acuciantes de la Argentina contemporánea. Alguna vez me he peleado con los chicos de HIJOS, diciéndoles: si sus padres se hubieran dedicado a recordar a los bombardeados del 55’, a Juan José Valle y a los muertos de la Operación Masacre, seguramente ustedes tendrían una familia, a sus padres no los hubieran matado, estaríamos tranquilos y a nadie le hubiera pasado nada. Ellos murieron porque se dedica-ban al futuro, no a la memoria. Creo que hubo un cambio y se ocupan mucho más de cosas más contemporáneas; pero en ese momento yo les criticaba eso.

LA SOCIEDAD DE LOS POETAS MUERTOS
El hombre de los bigotes filosóficos explica que no tiene problemas con la poesía, pero sí con la visión que tienen algunos poetas de sí mismos. De todas maneras promete ser, si al-guna vez lo es, diplomático: Me empezó a pasar que cuando escribo un poema, al cabo de unas pocas líneas, dejo de tomarme en serio. Empiezo a boludear, se transforma todo en una especie de chiste, en general. También es cierto que me incomoda esta especie de ima-gen que tienen los poetas de sí mismos como la última Coca – Cola del desierto aunque nadie se de cuenta; aquellos que hacen que el mundo siga funcionando y sólo ellos y entre ellos son capaces de notarlo y por eso se sienten un poco, por un lado, discriminados y por otro lado, tocados por la mano del Señor. A mí, cuando el Señor me toca con la mano, pre-fiero que me toque de otra manera. Y en otros lugares. Tengo esa incomodidad, no con la poesía en sí, sino con la circulación de la poesía y la percepción que tienen los poetas, en muchos casos, de sí mismos. Y en la medida en que, me parece, la narrativa va en la misma dirección que la poesía, me gustaría evitar caer en esa misma idea de sí mismos que tienen los poetas. Pero leo poesía y me da mucho placer. Tengo mambos con eso de que la poesía es indispensable para la supervivencia del mundo: por cierto, no sé qué cosas los son, pero ciertamente ni la poesía, ni la narrativa, ni ninguna de estas boludeces que se nos ocurren de vez en cuando.

MENTIRAS VERDADERAS
Hay un motor en las novelas de Caparrós: la traición. Sobre la traición gira el desarrollo de su novela “La historia”. Y, en “La noche anterior”, el personaje dice: Fui Judas, aquella noche. Siempre hay un traidor. Sin traición sólo quedaría como inmovilidad, ¿no? Si todo sucediera acorde a lo previsto y a lo pactado – la traición es aquello que no cumple con lo pactado, supongo – no habría ruptura y la ruptura es necesaria para que las cosas pasen a ser de otra manera. Supongo que no es fácil traicionar creativamente, como ninguna otra cosa. En general, las traiciones suelen ser tan pobres como todos los demás actos huma-nos. Son magníficas cuando tiene alguna riqueza particular, cuando pueden realmente romper, incluso, con esa lógica de la traición. Si la traición desestabiliza y moviliza la his-toria, la perfección es lo terrible (¿será la perfección el tan renombrado fin de la historia que, obviamente, a pesar de los predicadores de la misma, aún no se produjo?). El hombre, desde la cabecera de la mesa, opina que sí, que la perfección es inmovilizadora, aburridísi-ma, aterradora, en la medida que no te deja salida. Cualquier movimiento dentro de lo per-fecto solo arruina. Y, en ese sentido, lo perfecto es estremecedor. Por suerte, sólo existe como ilusión. Pero la ilusión de que existe es, igual, inmovilizadora. Algo muy presente, también, en las novelas de Caparrós es el tema de la ficción como forma de atacar la ver-dad. Y que la única actitud que retomaría el camino del gran padre Caín ... estaba en la mentira, la apariencia de la verdad, en la ficción, leemos, por ejemplo, en “La noche ante-rior”
¿Cuál es la diferencia entre mentira, ficción y apariencia de verdad?
Creo que hay como una gradación. Si a la ficción se le agrega la apariencia de la verdad se transforma en mentira. Si postulamos que ficción es aquello que denuncia su condición de no real, si a eso se le agrega una dosis de apariencia de verdad se transforma en menti-ra, que sería una ficción que no denuncia su condición de tal. Me parece que entre esos tres elementos se juegan las distintas gradaciones en que se puede expresar la ficción.
Decís que la ficción pone en evidencia que algo no es real. Un manual de historia, ¿no es ficción, también?
Esa era una de las primeras ideas cuando me puse a escribir “La historia”. Ahí fui cobar-de, porque lo primero que pensé fue en escribir un manual de historia, que tuviera real-mente la forma de un manual de historia. Pero pensé que había muchas más cosas y mu-chas más formas narrativas que quería ensayar y que no iban a entrar dentro del manual. Pero todas las notas de “La historia” son como el resultado o lo que queda de esa idea de hacer un manual de historia. Por supuesto que un manual de historia es un relato tanto como cualquier otro; lo que pasa es que, justamente, no denuncia su condición de tal y postula que es la verdad. En ese sentido es una mentira. La verdad existe, dice Caparrós y, señalando la lámpara que está encima de nuestras cabezas, ejemplifica: si se cae, en este momento, eso es verdad, pero los relatos que se hagan de la caída de esa lámpara serán sub-jetivos, no serán la verdad. No creo en la posibilidad de reproducir la verdad. Cada uno hace de ella el relato que puede y en la medida en que uno quiere que otro escuche ese re-lato ya, claramente, pasa a ser un producto, un artificio.

LITERATURA EN EL TOCADOR
Un corte, una quebrada (de mano) y leemos en “Ansay”: la masturbación es la sexualidad escribiendo un cuento. El hombre se toca (los bigotes filosóficos) y penetra en el tema: frente a la sexualidad, con otro o lo que sea, que es como puro acto, más allá de lo que uno haga y le agregue a ese acto, se podría pensar que el acto allí es lo central. En cambio, en la masturbación, lo central es el relato: uno tiene que pensar, imaginar, contarse, recor-dar. Es puro relato. Es la única forma literaria de la sexualidad. Y no me estoy justificando por eso (risas). Pero me parece interesante. Creo que tiene que ver con eso. Hay otras refe-rencias sexuales en la obra de Caparrós: en “La noche anterior” habla de la impotencia co-mo flor de la escritura. Acabemos: Me parece que cualquier sexualidad que no se explaya en las formas habituales recurre a la literatura o al relato o a lo que sea.

EL EXILIO Y EL REINO
Martín Caparrós estuvo exiliado durante la década del setenta. Es por eso, si acaso, muy fuerte la presencia del exilio en sus libros. Sin embargo, el hombre que sostiene un vaso ya vacío, escribió: Nadie puede escribir sobre el exilio, porque escribir es el exilio siempre. Antes del exilio la palabra no tenía conciencia de sí, era una sola, piedra blanca sobre pie-dra blanca.
¿Hay otra forma de escribir que no sea a partir del exilio?
Yo escribí eso estando exiliado, pensaba que mi condición de producción era el exilio y, de hecho, las primeras novelas las escribí en esas condiciones. Además tenía la sensación, en ese momento, de que el destierro es fundacional de la historia: la cuestión del pueblo judío y cómo la Biblia empieza, también, con un destierro. Es una afirmación taxativa que po-dría, finalmente, defender, en la medida en que el momento de la escritura está siempre exiliado del momento de aquello que se escribe o que supuestamente se describe. Digo: es-cribir es siempre retirarse, de alguna manera, e instalarse en otro territorio desde el cual se mira para afuera, para adentro, para dónde sea pero desde un territorio distinto; enton-ces la posición del escritor es siempre la del exiliado. Siempre estás en otra tierra, donde escribís. Y en ese sentido sí, creo, puedo seguir sosteniendo esa afirmación.
¿Qué pasa cuándo lo que querés decir es lo que te destierra, cuando hay algo indeci-ble?
Yo nunca logré llegar al territorio de lo que quería decir. Pasar de esa pura potencia que es la idea a la estúpida concreción que es un libro, es decepcionante. Pero, a veces, te en-contrás con algo que no sabías que podías llegar a decir y dijiste. Ese, para mí, es el ma-yor placer: encontrarme con algo que escribí sin saber que lo iba a escribir. Y no significa no exiliarse, porque seguís estando en un territorio distinto de aquel que sería al que vos querías llegar. Pero sí llegar a un territorio de exilio nuevo que te ofrece algún tipo de sa-tisfacción. Yo pensaba que no había vuelta posible del exilio; el exilio vital, ¿no? Se puede sostener esta idea de que uno no sabe que el paraíso lo es hasta el momento que se va de él; digo: antes de irte no es el paraíso, es una especie de presente perpetuo indiferenciado en el que estás. Y, entonces, sólo al salir y al perder la ingenuidad descubrís que ese paraí-so al que querrías volver era algo que lo calificaría como paraíso y que entonces el retor-no, por lo tanto, es imposible. Creía eso y de hecho lo escribí. Ahora no estoy tan seguro: me parece que, en términos de experiencia, sí volví a la Argentina, de una forma que, a lo largo del tiempo terminó por, no anular, pero integrar el hecho de que haya vivido diez años en otros países y de que haya estado exiliado. Me parece que hay algo muy fuerte en el origen que, si uno lo retoma, amalgama e integra los destierros que hubo, no producen, como yo creía, esta imposibilidad de retorno.

RECUERDOS DE LA MUERTE
Otra de las búsquedas constantes en las novelas del señor sentado a la cabecera de la mesa es intentar pensar esa obsesión de la raza humana por justificar su existencia con un más allá: Una cosa es estar, que efectivamente nos sucede y está bien y me parece que es intere-sante pensarlo y otra cosa es esa desesperada búsqueda de darle un sentido a ese estar, que en general se canalizó a través de la religión. Eso es lo que me parece patético. No es que estamos y además tenemos sentido y además vamos a seguir estando y además servi-mos para algo. No: estamos. Y eso es muchísimo, genial. Pero no nos bancamos que sea sólo eso. Por eso inventamos dioses y todo ese tipo de cosas. La religión no es solamente un barbudo sentado sobre las nubes con un bastón en la mano: La búsqueda de sentido no sólo se resuelve en la invención de dioses. Con la aparición de la razón y la ciencia, mu-chos transmitieron esa religiosidad y esa búsqueda a la idea de razón. Yo supongo que a mí, si me interesa tanto la cuestión de la religión, tiene que ver con esa idea. O bien: llegó a mi vida a través de su vertiente racionalista, más específicamente marxista. Es decir que no son sólo los dioses, pero sí otras formas de la religiosidad. Si los humanos tienden a buscar formas de religiosidad es porque allí está presente, claro, la muerte. Y la muerte es otro de los temas clave del señor de los bigotes nietzscheanos: Vi mucha gente que estaba dispuesta a controlar su muerte y que podría hacer con ella lo que más o menos quisiera, en el sentido de usarla para un fin determinado. O juremos con gloria morir; Patria o muerte; Perón o muerte. Toda esa idea de la muerte como cimiento de la construcción vie-ne del cristianismo y, seguramente, de mucho antes. Supongo que una de las escasas venta-jas de esta época, para muchos, es que no estamos creyendo en eso. Seguramente sí lo creían esos tipos que se tiraron sobre las Torres Gemelas. Y es un valor extraordinario, porque pone en jaque toda la racionalidad; es lo que dicen los servicios americanos: po-demos combatir a alguien que no quiere morir, pero si alguien está dispuesto a morir no tenemos cómo combatirlo. El inconveniente central de eso es que la disposición a construir con la propia muerte algo que la supere, en general, necesita de algún tipo de pensamiento religioso. En general, la promesa de que eso por lo cual estás entregando tu vida se va a cumplir la da algún tipo de religiosidad, ya sea mística o nacionalista o la que sea. Y ahí es donde se jode todo. Porque te incluís dentro de una estructura que te supera y, por lo tanto, te despoja de tu capacidad de resolución y de la idea de decisión individual. Desde el mo-mento en que estás diciendo: si yo muero el mundo va a ser mejor y está garantizado que el mundo va a ser mejor por una verdad teológica, entonces estás entregando tu capacidad de decidir cómo modificar las cosas y se la estás entregando a esa verdad teológica que siem-pre tienen sus tipos que la manejan y controlan y que, rápidamente, se instauran en castas sacerdotales, en estructuras de poder y se apropian de toda esa potencia, esa energía indi-vidual, social. Y es un problema, porque para jugarse a hacer algo muy en serio, en gene-ral, hay ese riesgo de muerte y poca gente acepta tomarlo sin esa garantía y cuando tomás esa garantía entregás tus posibilidades de existir. En ese especie de negocio estamos ence-rrados desde hace dos mil años.

NO LLORES POR MÍ, ARGENTINA
Aunque el señor de los bigotes nietzscheanos reniegue de esos temas, llegamos a la actuali-dad nacional: dice que quizás no pasó tanto como pensamos que había pasado (refiriéndose al diciembre del 2001 y sus consecuencias), dice que quizás todo se detuvo porque no hay un futuro imaginable. Es un embole: sería maravilloso poder hacer sin tener esa idea de lo que está adelante; pero es muy difícil de cambiar ese hábito de conducta. Es un lío esa contradicción entre que ir con un destino manifiesto crea unas estructuras de poder que hace que ese destino se haga mierda, por un lado, y por otro lado ir sin ese destino mani-fiesto hace que cualquier movimiento se diluya. Creo que ahí está la parte central del asun-to pero no sé cómo se soluciona. En ese futuro imaginable, más allá de coincidencias o di-vergencias, creía la generación del setenta. La generación desaparecida. ¿Qué hubiera pa-sado si la revolución del setenta hubiera triunfado? Hubo algún momento en que pensé que habría sido terrible. Cuando vi lo que hizo la conducción montonera en los años 79, 80 y de ahí en más, me dije: menos mal que no ganamos. Pero tampoco estoy, ahora, tan seguro porque también se puede pensar que, si hubiéramos ganado, habría sido, justamente, por-que esa conducción había sido desbordada por otras cosas, no sé si necesariamente mejo-res, pero quizás mejores. Digo: perdimos porque estaba esa conducción, básicamente, en-tre otras cosas. Perdimos, también, porque creíamos que éramos mucho más de lo que éramos; porque el enemigo era visiblemente mucho más de lo que nosotros pensábamos que era. De todos modos, dice Caparrós, es imposible suponer la historia: es cómo pensar que sería tu abuela si tuviera ruedas, ¿una bicicleta? De todos modos, sí, esa época dejó se-cuelas: esa derrota no fue sólo militar sino también ideológica y política, en el mundo. Mi abuelo fue un republicano español que se exilió y toda su vida siguió siendo un republica-no español: seguía estando de acuerdo con lo que había sido. Nosotros, no. Afortunada-mente, un poco como dicen ahora, somos montoneros derrotados. Estamos en desacuerdo con lo que éramos. Entonces no es sólo una derrota militar o política, es la desaparición de una forma de hacer. Me parece que, de alguna manera, van a reaparecer, están reapare-ciendo movimientos pero van a ser muy distintos y no van a tener nada que ver con eso, afortunadamente. No hay opción de que pasen cosas semejantes, pero sí que pasen otras. Lamentablemente no pasan las cosas en los tiempos que uno querría. Una de las grandes enseñanzas, con respecto a los setenta, es que creíamos que pasaban las cosas en los tiem-pos que uno quería, en los tiempos individuales. Está bien que uno lo crea, pero también está bien saber que no es así.

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