viernes, 18 de septiembre de 2009

Memoria y urbanismo

EL TERRITORIO DE LA MEMORIA

En la plaza hay un murete desde donde los viejos miran pasar a la juventud: el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos ya son recuerdos. (Italo Calvino, “Las ciudades invisibles”)
I
La sociedad global acondiciona los territorios ofreciendo diversas posibilidades a los ciudadanos: falso. El diseño urbano responde, en las condiciones actuales de la socie-dad, a un proceso histórico de separación y control de las muchedumbres. El urbanismo es la forma que adoptó el capitalismo para el control del territorio natural y siendo el capitalismo, como es, la forma de dominación absoluta mediante su lógica mercantil, recrea el espacio de acuerdo a esa lógica de dominación. Las formas de producción mo-dernas aglutinaron a los trabajadores y éste hecho se había tornado, progresivamente, peligroso. De modo que el urbanismo moderno tomó la tarea de ejecutar las reformas urbanas para lograr la separación entre los individuos que la organización social reque-ría. En una primera instancia histórica se tomaron diversas medidas para lograr mante-ner orden en los diversos circuitos urbanos y en las calles y, progresivamente, se realiza-ron elogiadas reformas para suprimir la calle. En las ciudades del capitalismo global o sociedad espectacular se ha procedido a destruir el medio urbano. La insoportable dicta-dura del automóvil ha dado lugar a una red de autopistas que comunican diversos cen-tros: barrios cerrados, zonas de trabajo y lugares de esparcimiento, oficinas y aeropuer-tos, con las correspondientes conexiones con los templos de consumo masivo, sean es-tos shoppings, complejos de cines o supermercados, muchos de ellos ubicados por fuera de la misma trama urbana. Por lo tanto, los individuos, haciendo uso de una libertad sólo aparente, se someten a un mismo circuito, único y siempre idéntico. La repetición es una de las características fundamentales de nuestra sociedad.
La planificación urbana es una geología de la mentira. La separación iniciada por el urbanismo moderno es completada por los medios de comunicación masivos. El control se torna mucho más eficaz. Se organiza un circuito: vivienda – autopista – trabajo – autopista – centro de consumo – vivienda. Allí uno se conecta al ordenador o enciende el televisor y siente estar comunicado o informado a partir del consumo de imágenes. Una sucesión de cárceles. Nunca hemos estado tan separados.
El Shopping se ha convertido en el ágora de la sociedad actual. Sin embargo, es un lu-gar de encuentro en el cual no se genera interconexión: los individuos convergen allí para consumir o para desear consumir. La relación entre las personas se da luego, en las diversas redes de encuentro virtual. El Shopping es el gran símbolo del modelo de ciu-dad instaurado por la sociedad global. Es un condensado de lo que los ciudadanos res-ponsables exigen de la ciudad moderna: orden, limpieza, seguridad, control, fingida amabilidad. En un Shopping todo está bajo control y los movimientos se repiten con una justeza asombrosa: es la repetición de lo idéntico tanto en lo espacial como en lo tempo-ral. Uno no puede perderse en un Shopping aunque sea la primera vez que ingrese en él. La ciudad, por el contrario, es lo “sucio”, ámbito sujeto a la exploración y a la deriva, espacio de encuentro y de experimentación, contexto de circunstancias imprevistas.
En Buenos Aires, las reformas para destruir el ámbito urbano se profundizaron durante la época de la última dictadura militar. El trabajo de los militares en el poder fue, por lo tanto, abarcador: se encargaron de poner “orden” en el contexto social y, por lo tanto, también, en el ámbito urbano. Buenos Aires se vivenciaba como una ciudad tranquila para aquellos ciudadanos que no estaban en el foco de una represión encarnizada. Las transformaciones urbanas realizadas por el intendente Cacciatore, reformas que fueron muy elogiadas en su momento por el grueso de la sociedad y que modificaron la imagen urbana porteña asemejándola al paisaje urbano que se podía vislumbrar en las series estadounidenses, destruyeron la geografía edilicia de Buenos Aires, especialmente con el trazado de la red de autopistas, pilar de la dictadura del automóvil. Muchas familias quedaron viviendo en la calle o debieron reinstalarse en otras zonas, generalmente más precarias, por efecto de las demoliciones necesarias para la construcción de dichas auto-pistas. Muchos edificios comenzaron a presentar como vista al resto de la ciudad una fachada “rebanada”. Esas reformas fueron aceptadas pasivamente e incluso festejadas por un amplio sector de la población, del mismo modo que lo fue el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Se aceptó, salvando las distancias, como se percibe que se acepta-ría, actualmente, la extradición de los inmigrantes de países limítrofes o la baja en la edad de imputabilidad de los menores.

II
La ciudad global es previsibilidad y repetición de lo idéntico. Lo aleatorio es, gradual-mente, expulsado del modelo de ciudad capitalista. A la vez, este modelo de ciudad se instaura, así como la organización social que lo sustenta, como el único posible: la or-ganización social actual, por lo tanto, debe borrar todo espesor histórico para instaurarse como el único modelo posible. Sin embargo, al ya expuesto sistema de vivienda – auto-pista – oficina – autopista – vivienda se le suman los diversos lugares de conservación de la memoria histórica y urbana, debidamente museificados y reacondicionados y des-provistos de su espesor vivencial. Se fomenta lo contemplativo en lugar de la experi-mentación. El museo expone, muestra y la memoria es algo único, subjetivo: los diver-sos museos que intentan conservar cierta memoria traumática repiten la trampa ilusoria de recrear experiencias límites que no son reproducibles. Lo que se recuerda es el espa-cio, el mecanismo de la memoria se activa, por ejemplo, cuando regresamos a un lugar en el cual hemos experimentado algún tipo de vivencia fuerte. Pero dicho recuerdo, di-cha experimentación del espacio es intransferible y esa vivencia no puede ser vivencia-da por un espectador que visualice el mismo espacio. La memoria museística o monu-mental planteó la necesidad de dejar huellas en la ciudad referida a hechos pasados, generalmente traumáticos, como el proceso dictatorial argentino de los setenta, en un intento por materializar la debilidad de la memoria. Así, se muestran en forma explícita huellas del pasado y se fuerza a la memoria, se genera una memoria que no existiría sin dicha reconstrucción física, dejando de lado el carácter de vivencia y experimentación. Se da, en el caso argentino, una exhibición banalizada del horror, no muy lejana a cier-tos medios de comunicación audiovisual, así como una lectura autocomplaciente y heroica de la violencia insurgente de los grupos revolucionarios setentistas, desprovista de toda reflexión y autocrítica.
Uno debería integrar – comentó en una entrevista Daniel Libeskind, arquitecto del Mu-seo Judío de Berlín – las distintas líneas de la memoria en la totalidad de la ciudad, de tejerlas adentro. Del mismo modo como también las formas arquitectónicas urbanas existentes. En el caso argentino, específicamente Buenos Aires, los intentos por materia-lizar en la ciudad la memoria sobre los hechos ocurridos durante la última dictadura se ejecutaron acondicionando lugares estancos, sin conexión con el resto del entramado urbano. No se ha generado ese tejido al que se refiere Libeskind. Estos lugares, por otra parte, fueron creados previamente a una discusión seria sobre lo ocurrido en la década del setenta cuando, quizás, deberían haberse construido luego de un debate y un since-ramiento de las partes actuantes durante esa década. Es así que los diversos monumen-tos y memoriales han estado sujetos a las decisiones políticas del partido de turno en el poder. Un museo de la memoria que eduque a generaciones futuras y evite la reiteración de errores y horrores, si este es el objetivo de tales emprendimientos, no debería estar sometido a los plazos breves de los climas políticos. La memoria sobre lo ocurrido du-rante la última dictadura militar debería tener anclaje en cada rincón de la ciudad, en cada pasaje, en cada esquina para que los habitantes se topen con un elemento que los conduzca a la reflexión y no debería estar enclaustrada en lugares aislados, parte de un andamiaje urbano típico de la ciudad global, emergente de una organización social que muchos de aquellos que propician esos memoriales argumentan combatir.
El arte, la arquitectura y el urbanismo, deberían colaborar en una exploración que, sin mimetizarse con los discursos hegemónicos sobre la memoria –pues los discursos sobre la memoria se modifican en el tiempo y lo peligroso es que una memoria se instaure como Verdad - propicien otras operaciones intelectuales: Una buena arquitectura no abre espacios, invita a la especulación y a pensar nuevas formas de existencia.

III
La memoria es eminentemente personal, íntima. Sólo es posible recordar hechos por uno mismo experimentados e, inclusive, esa memoria individual – cierta forma de na-rración – se modifica con el transcurso del tiempo. La memoria es presente, una viven-cia en presente que se asocia con determinado pasado. Ni un grupo, ni las instituciones ni una nación tienen eso llamado memoria. Se presentan, eso sí, diversas memorias que dialogan o discuten entre sí. Es por tal motivo que es dificultoso discurrir sobre cierta memoria colectiva. Es por ello que más que de memoria colectiva habría que hablar de una tensión, siempre irresuelta, entre una diversidad de memorias. En este sentido, en cuanto a lo colectivo, la memoria se vincula con lo político y deriva en un deseo o vo-luntad de transmisión, por parte de un cierto grupo de individuos, de la narración sobre determinados hechos, a las generaciones futuras. La memoria, y esta es su diferencia con esa otra forma de la narración denominada historia, posee una carga subjetiva, mo-ral, ética y, por tal motivo, pueden reconocerse una diversidad de memorias y es extre-madamente difícil que el grupo que comparte esa suerte de memoria grupal abarque a la totalidad de esa entelequia llamada nación. Entonces, eso que denominamos memoria pública o memoria colectiva es una forma narrativa de la historia: la diferencia denomi-nativa se asienta en que la palabra memoria posee una carga moral, política y afectiva. Es por tal motivo que un mismo hecho histórico, sujeto a una recuperación por parte de la memoria, promueva, según el grupo o individuo que realice la lectura de tal hecho, diferentes lecciones de lo que el pasado deba transmitir al presente y, como efecto, pue-de generar acciones diversas en ese mismo presente.
¿Qué posición deberían tomar el arte y el urbanismo y la arquitectura en particular fren-te a esta disyuntiva? En principio, tener la conciencia de que una ciudad está construida más por sus habitantes y la apropiación que hacen ellos del espacio urbano que de las calidades de los muros o los materiales que la erigen. Es por eso mismo que la interven-ción urbana más importante, en cuanto al recuerdo de la represión, no está constituida por un edificio o un memorial, sino por la presencia callejera en demanda de justicia, por las miles de fotos desplegadas por aquellos cuya memoria íntima carga con un dolor irremediable, por los diversos “escraches” para denunciar la indeseable vecindad de asesinos, por el dibujo de manos o siluetas en las calles y las veredas de Buenos Aires. Esa memoria, hecha acción en el presente, es la que debería proyectarse hacia las nue-vas generaciones.
Una intervención urbana material y concreta debería tender, si de memoria hablamos, a abstenerse de mostrar explícitamente hechos del pasado para la contemplación pasiva del horror y ayudar, con ciertos mecanismos, a recordar esa tensión irresuelta entre las diversas memorias, propiciando un debate que enriquezca el sentido de qué es aquello que se quiere recordar y se debe comprender y cómo hacerlo para valorizar el presente y qué hechos del pasado no deben ingresar en la zona del olvido para así ser transmitidos a las actuales y futuras generaciones, evitando que ciertas tragedias inaceptables se repi-tan cíclicamente.

IV
El 24 de marzo de 1976 se instaló en el poder estatal la dictadura más asesina de la his-toria argentina. Prosiguieron una serie de secuestros, desapariciones, vejaciones, apro-piaciones de personas y exilios sin precedentes por los cuales todos los actuantes en esa dictadura deben y deberían responder. Si nos remitimos a ciertos documentos, narracio-nes, etc. concluiremos que no todo comenzó, sin embargo, ese día en el cual las Fuerzas Armadas tomaron el Poder del Estado ante el aplauso o la indiferencia de un gran núme-ro de conciudadanos. Ciertos civiles, algunos de ellos subidos luego al régimen demo-crático electoralista, y esto hace a lo denominado memoria colectiva, propiciaron esas acciones. La palabra “aniquilamiento” flotaba en el aire. Patria o Muerte. Nosotros o ellos. Gran parte de eso llamado argentinos acompañó en forma explícita o refugiándose en sus casas la decisión militar de acabar con ciertos movimientos insurgentes y los dic-tadores en el poder lo hicieron aplicando una violencia y una saña inauditas. Esos mis-mos argentinos, en 1982, luego de protestar en Plaza de Mayo como efecto de las defi-ciencias del gobierno de Galtieri, lo vivaron ante la decisión alocada de “recuperación” de las Islas Malvinas. Así como, si hacemos memoria, reconocemos estos hechos, de-bemos remarcar el acto hartamente criminal del Poder Militar que, por otra parte, en esos años, detentó el poder del Estado y de la violencia. Y la violencia y el crimen per-petrados desde la organización estatal son inadmisibles. Y debemos recordar, asimismo, que la violencia desde el Estado comenzó, en esa década, durante el gobierno peronista y ejercida por individuos muy cercanos al General Perón. Y deberíamos debatir, en una autocrítica amplia, la circunstancia de que la violencia insurgente se dio, también, en momentos de democracia y, aún, cuando Perón ya había sido electo para su tercera pre-sidencia. Un buen uso de la memoria debería generar una discusión entre aquellos que comandaron los movimientos insurgentes, grupos guerrilleros que en cierto momento comenzaron a internalizar el poder autoritario que combatían.
Estando estos debates pendientes, son apresuradas las intervenciones urbanas destinadas a convertirse en un símbolo del horror que no debemos permitir que se repita. La me-moria colectiva, si aceptamos su existencia como resolución de la tensión entre memo-rias diversas, exige una serie de debates para que iniciativas de largo plazo como memo-riales o museos referidos al caso sean construidos y no estén sometidos a las oscilacio-nes políticas, más aún cuando muchos de los actores participantes de las disputas de tres décadas atrás continúan su actividad en el terreno político, partidario o no.
Una experiencia constructiva de intervención urbana que haga referencia sobre aconte-cimientos traumáticos de cierta comunidad debe ser ejecutado cuando dichos aconteci-mientos hayan decantado, cuando se hayan discutido sus efectos, cuando un trabajo éti-co e intelectual haya llegado, no a un “cierre”, pero si a una suerte de entretejido de las diversas memorias hasta alcanzar una suerte de acuerdo y esto no significa ni perdón ni reconciliación, banderas de la década del noventa. De este modo se evitará caer en la explicitación banal del horror y en la evocación autocomplaciente de determinados gru-pos, lo cual constituiría una monopolización de la memoria sujeta al poder de turno, desprovista de reflexión y autocrítica sobre los métodos empleados. Si algo pueden hacer los urbanistas es participar en una reflexión para que la ciudad eduque en cuanto al uso de la memoria como elemento del presente que nos asocia a un pasado que no debe ser olvidado para no reiterar atrocidades ni cometer viejos errores.

V
En cuanto a los edificios e intervenciones urbanas, entonces, que hagan referencia a hechos del pasado reciente, y más aún cuando estos son traumáticos, debería producirse una previa reflexión, en la cual arquitectos y planificadores urbanos deberían participar, para que esas construcciones de la memoria no caigan en la explícita recordación de los horrores ni en la recuperación idealizada del accionar de ciertos grupos, sean de la ten-dencia que sean, sino que colaboren para generar, a partir de una comprensión de esos hechos, una mejor organización social. Es más: el mejor aporte y el mejor honor que pueden tributarles los arquitectos y urbanistas a aquellos que lucharon, desde sus idea-les, por un mundo más justo y equitativo es llevar a cabo intervenciones que, justamen-te, contribuyan al uso público y democrático de los espacios. No debe ocurrir, por ejem-plo, como con el sector de la ribera porteña que actualmente ocupan los edificios de Puerto Madero. Cuando se realizaron los preparativos para las reformas se produjo un amplio debate sobre el uso de esos terrenos: los discursos abogaban por el uso democrá-tico, público y abierto de tal sector. No hace mucha falta referirse en lo que, finalmente, se transformó esa zona de la ciudad: es de uso público para ciudadanos atildados que posean una abultada billetera.
Las intervenciones urbanas planificadas jamás son políticamente inocentes. Ejemplos sobran: el París de Haussmann con sus diagonales y amplias calles para control de las manifestaciones callejeras y obreras como consecuencia de los cambios generados por la Revolución Industrial, la ubicación estratégicamente aislada de la Ciudad Universita-ria de la Universidad de Buenos Aires para ejercer el debido control sobre un grupo potencialmente revolucionario como es el de los estudiantes, etc.
Un amplio debate que haga uso de la memoria debería replantearse la planificación de las ciudades y también la relación de esta con el campo. Hasta el momento, y esto es lo que hay que discutir si la memoria es un elemento de modificación de las condiciones presentes de existencia, el urbanismo ha sido un elemento funcional que salvaguarda la diferencia entre las diversas capas societarias y propicia el poder de clase. La antigua represión en la calle de las luchas populares ha sido conducida, gracias a los servicios del urbanismo, hacia el aislamiento completo de las muchedumbres solitarias. Las auto-pistas han dislocado los centros urbanos, los supermercados y shoppings, templos del consumo construidos como monumentos sobre extensas playas de cemento, configuran la antítesis de la ciudad como lugar de encuentro y de hecho es imposible acceder a ellos sin el uso de un automóvil, las tramas urbanas son barridas para construir rascacie-los por los cuales los ciudadanos abonan fortunas para vivir indignamente y esto sin discurrir sobre aquellos espantosos complejos de vivienda que se han convertido en el hábitat de la marginalidad: arquitectura destinada a los pobres, construida sin inocencia.
Una memoria referida a la ciudad propiciaría que recordáramos que ésta fue y es el escenario de las luchas por las libertades, pero también el de las decisiones autoritarias y tiránicas. En la ciudad se desarrolla la historia porque en ella anida la conciencia del pasado, la memoria, y se genera la concentración de las fuerzas potenciales para torcer esta historia. En este sentido, el desmembramiento de la trama urbana por parte de la sociedad capitalista espectacular no es inocente. Y es tarea, a partir de cierta memoria histórica, pensar una nueva apropiación del territorio.

Jorge Hardmeier

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