viernes, 20 de noviembre de 2009

Kohan, Martin. Entrevista urbana

ABRAPALABRA: ENTREVISTA A MARTÍN KOHAN
Entrevista: Nicolás Romano, Emmanuel Muleiro y Jorge Hardmeier
Edición: Jorge Hardmeier
Fotografía: Marcelo Troncoso
SER URBANO
En la esquina de Acuña de Figueroa y Avenida Corrientes resiste el antiguo bar “La Orquí-dea” a los ataques de los pizza café. Allí esperamos a Martín Kohan, crítico literario, do-cente y autor de cuatro novelas (“La pérdida de Laura”, “El informe”, “Los cautivos” y “Dos veces junio”), dos libros de cuentos (“Muero contento” y “Una pena extraordinaria”) y dos libros de ensayos: “Imágenes de vida, relatos de muerte. Eva Perón, cuerpo y políti-ca” y “Zona urbana. Ensayo de lectura sobre Walter Benjamin”. Sobre este último libro, editado en este 2004, giró la entrevista realizada entre los primeros estornudos y resfríos del año.

EN LA ZONA
Martín Kohan cuenta, gripe de por medio, que siempre le interesó el grupo de la Escuela de Frankfurt. Y por lo tanto, claro, Walter Benjamin, de quien dice que ya queda poco por de-cir. Muy trabajado dentro de la crítica literaria. Sin embargo le ha dedicado su último libro porque en torno al tema de las ciudades sí hay algo nuevo para decir: Qué pasa si revisa-mos cómo arma la representación de las ciudades sin pensar solamente en París. Ahí es donde se cruza una observación de Buck-Morss, que arma un sistema de cuatro ciudades: París – Moscú – Berlín – Nápoles. Y empiezo a pensar en ver los textos de las cuatro ciu-dades, con la idea de que no funcionan todas como París. Todo lo que se podría decir so-bre Benjamin, París, la modernidad, Baudelaire, incluso la manera de pasar del análisis de la poesía a la consideración social de una ciudad, para mí estaba dicho. Creo haber encontrado una vuelta en la idea de que París debía ser pensada como uno de los cuatro puntos cardinales que arman la imagen de ciudad para Benjamin. Obviamente París es más importante que Nápoles y que Moscú. Pero que sea el más importante no significa que sea el único. La idea de cuatro puntos cardinales no significa la sumatoria de cuatro ciu-dades, sino un sistema compuesto por las cuatro. Intenté comprender qué tipo de figura se armaba pensando una ciudad imaginaria que se puede armar en la articulación de esas cuatro. El resultado de la combinatoria da algo nuevo: no es ninguna ciudad real. Cuando voy a París repaso lo que está dicho, sí despejo algunos malentendidos que en la crítica li-teraria se produjeron: atribuirle a él cosas que señalaba sobre su objeto. Por ejemplo: se-ñalar a Benjamin como un flaneur. Benjamin no es un flaneur como es comúnmente admi-tido. Benjamin y su relación con el resto de las ciudades de la zona. El arca rusa: En Moscú queda en un estado de incertidumbre ideológica. Va decidido a entusiasmarse políticamen-te con la situación. Y hay una instancia de vacilación muy fuerte. No es solamente su incer-tidumbre, la situación está cambiando objetivamente. Muere Lenin en el 24’, él llega en el 26’. Las desgracias que el stalinismo iba a ocasionar, sobre todo para la cuestión cultural – estamos hablando de Benjamin, un tipo que viene de las vanguardias, que van a ser de-claradas arte degenerado durante el stalinismo: nunca podría haber habido compatibili-dad entre Benjamin y eso- comienzan. En el 34’ ni siquiera hubiera podido tener una espe-ranza. En París no es tanto una reacción personal si no una decisión metodológica: com-poner el texto sobre la ciudad como los surrealistas, el montaje surrealista, sin la media-ción de la interpretación del crítico. En esta relación entre ciudades, Kohan comienza a descubrir sentidos que se desplazan: La gran teoría de Benjamin sobre la experiencia la formula a propósito de París. Toma a Baudelaire, en él básicamente encuentra la trans-formación que la Modernidad produce en la experiencia, cuando la persona se encuentra por primera vez entre una multitud. Ahora, si uno toma al propio Benjamin, su experiencia personal respecto de París es muy baja. Esa teoría de la experiencia, si uno quiere ver lo que le pasa a Benjamin, hay que buscarla en Berlín. Berlín supone otro desplazamiento. Los textos sobre Berlín no recogen casi ninguna marca de estar en una ciudad que también se está modernizando, aunque objetivamente sí. Pensemos además que él está trabajando el París de Baudelaire, mil ochocientos sesenta y pico, y su infancia en Berlín es de co-mienzos del siglo XX. Y recupera en Berlín una ciudad aurática en contra de la pérdida del aura de la modernización en París. Ahí aparece la experiencia pero no aparece la moder-nidad. Y aparece la infancia. La infancia aparece como evocación, como memoria. Cuando él va a Moscú, y tiene que aprender a leer y tiene que volver a aprender a caminar, porque te patinás en el hielo, hay algo del orden de la experiencia de la infancia, que ya no está en Berlín. Entonces, estos elementos es como que empiezan a rebotar de un texto a otro y a desplazarse. En Moscú hay todo un trabajo sobre los espacios exteriores, pero en realidad esa es una experiencia de mucha incomodidad, porque él va en pleno invierno, entonces si queremos encontrar la plenitud de una vida callejera, nos tenemos que correr a Nápoles. A esto me refería con que es un sistema que se arma en la relación de las ciudades y que no es ninguna en particular. Entonces tomé una cosa que él dice en el diario de Moscú: para conocer un lugar, zona dice él, hay que haber entrado y salido por los cuatro puntos cardi-nales. Si la ciudad en Benjamin es esta zona imaginaria, solamente entrando y saliendo por los cuatro puntos cardinales que son estas cuatro ciudades, se arma la quinta ciudad ima-ginaria. Lo que yo creo que produce la quinta ciudad es una visión integral que no se pue-de tener si uno toma las ciudades de a una. Y mucho menos si se piensa que todo está en París. Que es lo que yo percibí en los trabajos que hay sobre Benjamin, que toman sus es-critos sobre París como si fueran la teoría de la ciudad.

VAMOS DE PASEO, PI PI PI
Benjamin no es un flaneur. Al contrario, Benjamin afirmaba que no sabía pasear. No sé ca-llejear, decía Benjamin. No experimentó la vivencia de perderse entre la multitud. Junto a esta idea se desarrolla otra paralela: el problema de orientarse y desorientarse, particular pa-ra cada una de las ciudades de este diagrama. Benjamin toma al parisino, a quien la Moder-nidad le ha modificado la ciudad. Y Kohan dice que Benjamin dijo: el habitante de París tiene que comenzar a salir con brújula a la calle, se desorienta en su propia ciudad, enton-ces, ahí, la Modernidad fue una pérdida. ¿Qué le pasa a Benjamin en Moscú? Se pierde to-do el tiempo, obviamente, porque no conoce, porque la ciudad es enorme, porque no puede leer bien los carteles, porque no habla el idioma, verdaderamente es una ajenidad plena y no hay realmente ningún placer en perderse. Se vive haciendo malasangre porque quiere ir a un museo y no lo encuentra, porque arregló encontrarse con Asja Lacis y se pierde. ¿Cuál es la única ciudad donde la idea de perderse pasa a ser algo positivo? Berlín. Es la única ciudad que él conoce. Con lo cual, la idea de perderse, pasa a ser una operación que el sujeto hace respecto de la ciudad, no algo que la ciudad le ocasiona, que es lo que le pa-sa en Moscú. En Moscú no le gusta nada que le pase eso, o lo que ocurre en París con la transformación de la ciudad: al parisino no le gusta nada lo que pasa con su ciudad. Él di-ce: hay que aprender a perderse, lo cual es una formulación paradójica; porque uno se pierde porque no sabe. Hay una vuelta muy interesante ahí; aprender a perderse supone que vos, por vos mismo, no te perdés. Uno espera que se diga que hay que aprender a orientarse. Perderse, en la ciudad, como con el haschisch, pero para que luego haya regis-tro, escritura: Si él hace esas experiencias y se va a la casa, es pérdida. Efectivamente, la escritura pone necesariamente una operación de recuperación.

¿QUÉ VES?
Martín Kohan discrepa teórica e ideológicamente con la corriente que tiende a pensar desde la ciudad a la realidad toda como un texto. Piensa que es una mirada desrealizadora y cues-tionable. No obstante, afirma, esta quinta ciudad, esta ciudad imaginaria de Benjamin, sólo existe en la escritura del propio Benjamin. Pero aclara: Lo que no significa que yo diga que París funciona como un texto, o Berlín como un texto. Sé que esta quinta ciudad no funcio-na sin una escritura. Y que en Berlín toda la pérdida se recupera como escritura. Es una escritura de transformación de la percepción, que tiene dos momentos: en la infancia – o el no reconocimiento de la infancia – y en el adulto. Cambios de percepción, de miradas. Si algo caracteriza a Benjamin es la extraordinaria capacidad de percepción. Acá está el tema de la percepción personal, te largás a la calle y ¿qué ves? Me parece que hay algo de la sensibilidad de cada persona. Kohan observa el entorno, la ciudad que nos rodea y lanza un ejemplo rápido: Cuando miramos una calle, ¿qué vemos? Podés no ver nada, teniendo todo un aparato cultural en la cabeza. O podés tener sensibilidad. Acá creo que lo que Benja-min hubiera visto es la ausencia del Mercado de las Flores, sus huellas en los nombres, es-te café se llama “La Orquídea”. Es algo que Benjamin podría decir: que las huellas del mercado que ya no existe han quedado alojadas en los nombres de los lugares que están a su alrededor. Y tiene una percepción extraordinaria, es esa mirada microscópica, esa ca-pacidad de percepción de los detalles fenomenal. Muchos de sus textos tienen que ver con la minucia, con el detalle, pero siempre con la posibilidad de ver en ese detalle, que él lla-ma huella, el síntoma de un proceso social verdaderamente amplio. Es un tipo entregado a esa percepción de lo mínimo, sabiendo leer en lo mínimo un nivel macro.

INFLUENCIA
Benjamin es, sin las dudas, uno de los pensadores y escritores más particulares del siglo XX. Según Kohan, en él se combinan influencias en cierto punto antagónicas. El resultado es rarísimo pero enormemente rico: Una tiene que ver con la cabalística judía – era muy amigo de Scholen - hay muchos momentos donde su concepción del lenguaje y la relación entre la palabra y la cosa vienen de ahí; luego está el surrealismo, que arma otro tipo de relación entre el mundo onírico y la escritura y la oscuridad de ciertas imágenes en la es-critura sobre la base de no traducirlas a través de algún tipo de mediación de la concien-cia y el uso de la racionalidad – sus experiencias con el haschisch pueden tener que ver con eso -; luego, el marxismo: una cosa es el marxismo en Frankfurt, que le viene más que nada de Adorno: es un marxismo más cercano al idealismo, menos ligado al compromiso político; es una posición muy polémica que quiebra, además, uno de los fundamentos de la posición marxista que es el compromiso político del intelectual. Otra veta marxista es la que recibe por parte de Bertold Brecht. Hay formas de marxismo distintas: hay casos en los que se acerca más a la posición de Adorno y donde le concede más autonomía en el imaginario a la dimensión literaria y otros en donde la relación entre las condiciones so-ciales materiales y la literatura es más directa, porque está más influido, en ese momento, por Brecht. Benjamin intenta articular y combinar, entonces, el resultado de eso es rarísi-mo y es difícil de encasillar en una única corriente. Arte y propaganda. Arte y compromiso. Esta tensión se manifiesta en Benjamin: El tipo tiene la impronta de Brecht que considera-ba que el arte sí podía cumplir una función propagandística y mantener su calidad estética intacta. Hay algún momento en el que Benjamin admite eso. Lo cual se lleva a patadas con Frankfurt, que considera que el arte, no sólo conserva su calidad estética, sino que tam-bién preserva su eficacia política en tanto y en cuanto se mantiene políticamente autóno-mo. Benjamin está tironeado por estas dos posiciones, más el mesianismo, más el surrea-lismo. Los surrealistas también tuvieron serios problemas con la militancia, se afilian al PC pero ese vínculo es muy conflictivo y termina mal. Benjamin va a Moscú dispuesto a un involucramiento personal que no termina de cerrarle y de hecho no se afilia al Partido Comunista, nunca. Para mí hay algo entre Benjamin y Moscú que tiene que ver con esta descolocación, deseo de pertenecer y no pertenecer. Cuando él va a un lugar dos veces y le empieza a llamar mi café de siempre, está queriendo armar una familiaridad, quiere hacer de esa ciudad algo más propio y la ciudad se le resiste, porque no llega al café o porque pide algo y le traen otra cosa porque pronunció mal, entonces esa tensión entre una dispo-sición a integrarse y una resistencia objetiva, yo la veo también en la relación con la ciu-dad.

MI BUENOS AIRES QUERIDO
Supongamos a Walter Benjamin caminando las calles de Buenos Aires. Ya no París y Bau-delaire. Buenos Aires. ¿A través de que escritor Benjamin hubiera leído a nuestro Buenos Aires querido? Uno debería pensar por las afinidades estéticas de Benjamin que sería Oli-verio Girondo. “Veinte poemas para ser leídos en un tranvía” es un texto que debería de haberle llamado la atención porque está todo. La combinación entre vanguardia, surrea-lismo e imágenes de la ciudad es suficiente para pensar que sería Oliverio Girondo. Por contraste, es la ciudad que armó Girondo en comparación con la ciudad que arma Borges. Girondo entregado a la modernización, al tranvía y a todo lo que la ciudad tiene de trans-formación moderna, semejante entonces en la sensibilidad urbana a lo que a Benjamin le interesa, por contraste con el Borges de las orillas, que más bien escapa a la moderniza-ción y se va a una metafísica orillera. Por eso discrepo con Forster, en la idea de Borges como flaneur. En absoluto. Benjamin es muy preciso cuando especifica qué clase de cami-nante, qué clase de recorrido y qué clase de deriva hace a un flaneur. Y cuando Benjamin aparece caminando él no responde a ninguna de las características que él le atribuye al paseo del flaneur. El Benjamin de Berlín podría ser pensado desde Borges, o sea: el que va a las zonas no modernas de la ciudad y encuentra una ciudad pasada que la modernidad está transformando. El Benjamin de París acá vería a Oliverio Girondo.

SOBREDOSIS DE TV
Benjamin fue uno de los grandes pensadores de la modernidad. Su estudio sobre la ciudad, sobre la multitud y sobre el fin de la experiencia en la modernidad ha conducido a señalar-lo, en ocasiones, como el Papá del Posmodernismo. A Martín Kohan eso no le gusta nada: creo que hay en Benjamin una tensión que explica – no justifica, porque para mí es un error – que en muchas lecturas aparezca como el precursor de la Posmodernidad. Benja-min nunca ve los procesos de la modernidad sin ver también sus límites y sin ver también sus pérdidas. Entonces, la mirada de Benjamin sobre la modernidad siempre recoge la pérdida, la pérdida de experiencia por ejemplo. Esto en cuanto a Benjamin. Aclarado. Pero su enojo se extiende hacia la visión de ciertos gurúes del posmodernismo en cuanto a la ex-periencia de la realidad: Es absolutamente forzada, casi canallescamente forzada, la inter-pretación de esto que tan simplificadamente se ha dicho en las proposiciones posmoder-nas: que vivimos la realidad a través de los medios y se liquida la experiencia de la reali-dad porque la vivimos a través de los medios. Y eso, independientemente que sea verdadero o falso como caracterización de la sociedad posmoderna, no es lo que dice Benjamin. De qué habla Benjamin cuando habla del fin de la experiencia: en esa imagen fortísima que él pone de los soldados que habían ido a la Primera Guerra Mundial, vuelven callados, mu-dos, del frente de guerra y dice: no más cargados de experiencia, si no más vacíos; no está hablando de que vivieron esa guerra por los medios, que la siguieron por Crónica TV y que no les pasó nada, lo que dice es que aquello que vivenciaron – es decir que la idea de experiencia como vivencia está – ha sido tan intensa y tan cambiada en relación al para-digma que ellos tenían que no la podían narrar; lo que dice es: personas que habían viaja-do en carro en la infancia quedaron bajo las bombas de los aviones; esa experiencia brutal con la muerte por medio de la tecnología para alguien que se formó la idea de que en el mundo uno se desplaza a caballo, excedía la posibilidad de poner eso en palabras, lo cual no es lo mismo que la banalización de decir: no experimentamos la realidad; al revés: es una experiencia vivencial tan fuerte que no puede ser convertida en esa otra forma de ex-periencia que es la que uno le transmite al otro. Entonces, cuando Benjamin habla del fin de la experiencia, habla de la experiencia como de la transmisión de un saber, no como vi-vencia. Benjamin entonces, afirma que el lenguaje de la información anula y obtura el len-guaje de la experiencia. Y esto, sí, viene por el lado de los medios masivos de comunica-ción, afirma Kohan y su enojo aumenta y da nombres y apellidos: En ningún sentido supri-me – en el sentido de lo que algunas teorías posmodernas como las de Baudrillard o de Vattimo van a hacer – la dimensión de la experiencia en el contacto con la realidad. La instancia de la vivencia, en Benjamin, está intacta. Entonces, discrepo con esa imagen de precursor de lo posmoderno y de posmoderno avant la lettre ni nada por el estilo. No lo era. Si fue un tipo lo suficientemente lúcido para pensar la modernidad detectando los momentos no modernos o los límites del proyecto moderno, pensar los momentos de irra-cionalidad de la razón instrumental moderna; eso no lo convierte en posmoderno. Eso lo convierte en uno de los teóricos más lúcidos de la modernidad.

NO SOY DE AQUÍ NI SOY DE ALLÁ
Hay dos clase de memoria en los textos de Walter Benjamin: la voluntaria y la involuntaria. Influencia de Husserl cruzado con Marcel Proust, escritor clave para pensar la relación en-tre memoria y escritura. En Benjamin, según Martín K, ese aspecto se da en distintas di-mensiones: Como el problema de la narración y de la experiencia, en algunos casos; como el problema de la memoria y la infancia, con Proust, en otros casos y en una dimensión fi-losófica fenomenológica, en otros casos. Y a partir de eso, su teoría del inconsciente ópti-co: hay cosas que las registramos inconscientemente porque el ojo las percibe sin que pa-sen por la conciencia. Entonces se arma otro sistema. Cómo recuperar, cómo algo puede ser llevado a las palabras, cuando no ha sido registrado en la percepción conciente; bue-no, ahí reaparece no sólo Proust, sino otra vez el Surrealismo con la teoría de la escritura liberada de la dimensión de la conciencia. Es una combinación muy compleja pero de una enorme riqueza. Este tema de la memoria – y su contraparte, el olvido – está presente, tam-bién, en el aspecto urbano, en ese aprender a perderse que buscaba Benjamin: Hay algo que se da particularmente en Berlín que es lo que Adorno define en términos de la memoria como una dialéctica del olvido. Para aprender a perderse, en la ciudad que vos conocés, Berlín en el caso de Benjamin, tenés que no reconocer, aunque la conozcas; por lo tanto en esa recuperación, en esa vocación de la memoria, en la ciudad, también tenés que olvidar-la. Lo que pasa es que el dice aprender. Entonces el aprendizaje va en el orden de la con-ciencia y va en el orden de la premeditación, y el perderse va en el sentido contrario, que es lo desconocido y el olvido. Es aprender a olvidar. Es paradójico, porque de por sí la idea de aprendizaje ya, en principio, invoca al recuerdo, el registro. Sabemos: Benjamin deambuló por Europa, una Europa donde comenzaba a ser cada vez más amenazante el na-zismo. Sus compañeros de la Escuela de Frankfurt ya habían emigrado, escapando de la previsible catástrofe. Kohan habla, sin embargo, de Benjamin como un exiliado crónico. Benjamin, el que terminó suicidándose por no elegir el exilio que lo hubiera salvado: El exiliado es el que perdió el lugar, pero en Benjamin hay algo más que eso. El que está fue-ra de su lugar es un exiliado, el que pertenece a un lugar que ya no existe más es un exilia-do crónico, donde creo que se tocan la convicción vivencial de Benjamin – que durante los últimos años deambula por Europa y no se puede estabilizar en ningún lugar -, la condi-ción intelectual de Benjamin, que también es itinerante y múltiple, que no tiene un enrai-zamiento institucional o teórico en un único lugar y también en su relación con las ciuda-des: si a la ciudad que pertenece la desrealiza y la convierte en otra, sólo pertenecería a esa ciudad que no existe. Eso es lo que lo hace un exiliado crónico, por un lado. Por otro lado, si uno piensa a la cultura europea como lugar de pertenencia, es el único que no se exilió. Lo que él no quería era salir de Europa. Se suicida sin poder salir. No se pudo exi-liar. O cuando quiso ya no pudo. En el momento que se decide, tiene ese episodio fatal en el que cierran el puesto de frontera, tiene miedo que la Gestapo lo alcance y se suicida.

LAS CIUDADES INVISIBLES
En su libro “Zona urbana”, Kohan, escribe sobre los viajes. Que los marineros no viajan pues sin lugar de pertenencia, no hay distancias, y sin distancias no hay verdadero viaje. ¿Qué es lo que caracteriza a un viaje verdadero? El viaje es siempre de un lugar al otro, y tiene que ver con la pérdida del lugar de pertenencia, para estar en un lugar al que no per-tenecés. Lo de los marineros es armar un espacio imaginario que no corresponde a ningu-na ciudad en particular sino a la combinatoria de todas las ciudades portuarias que reco-rren y donde ahí sí se encuentran; pero no es ninguna ciudad en particular, es la ciudad combinatoria de todas que va del puerto a la taberna y al prostíbulo y sería ese el lugar de pertenencia, que está en todas las ciudades y a la vez en ninguna. Están todo el tiempo via-jando pero a la vez están siempre en el mismo lugar. Algo hay en Benjamin, para mí, de eso. Luego está el otro paradigma de viaje que es los panoramas o el viaje imaginario a la ciudad; ese avance de lo que iba a ser el cine: el cuerpo quieto, no salís de tu ciudad, no salís del lugar donde pertenecés y sin embargo tenés la experiencia de lo no familiar y la experiencia de lo otro. En Benjamin está esa combinatoria, del viaje de los panoramas – paradójico, porque el cuerpo está quieto – y el viaje de los marineros – paradójico porque nunca estás más lejos ni más cerca de ningún lugar.

TE VOY A VIOLAR
Anartista según Kohan: Es una figura que uno podría pensar como redundante, si uno quiere pensar que todo artista tiene algo de anarquista, pero yo no sé si lo tiene, al mismo tiempo. Cierto tipo de artista, que a uno le interesa más, trabaja más sobre la violencia de las reglas que sobre su anulación. El artista no ignora ni postula la inexistencia de reglas, si es que el anarquismo es la inexistencia de reglas. La utopía sería parecida. Pensar a la literatura – creo que Piglia hablaba en algún momento de esto - como una sociedad sin es-tado. ¿Qué se hace con el lenguaje en la literatura? Se violan las reglas del uso cotidiano del lenguaje. Pero luego vas al interior del campo del arte, y el artista pensado como un renovador, es el que viola ya no las reglas del uso cotidiano de la lengua sino las reglas del arte, las reglas del interior del campo artístico y ya no la relación entre arte y socie-dad. El componente anarquista sería el componente utópico del arte, que sea un arte no ya que viola reglas sino un arte sin reglas y eso solo sería posible en una sociedad tan anar-quizada como el arte, que es tan utópica como la anarquía. Los que han priorizado esta re-lación han postulado el fin del arte. Es una utopía a realizar, utopía política que sería efec-tivamente el fin del arte. En una sociedad en la que la separación entre arte y vida esté li-quidada ya no va a hablarse del arte tal como lo conocemos. No parece que vaya a ocurrir en un plazo inmediato.

Caparrós, Martín. Entrevista

ENTREVISTA: MARTÍN CAPARRÓS
Entrevista: E. Muleiro, P. Fidalgo, N. Romano, S. Toro y J. Hardmeier.
Edición: Jorge Hardmeier.
Fotografías: Mercedes Fantini Ortiz.
VIVIR PARA CONTARLA

El hombre lo aclara desde el inicio: no le gustan las entrevistas. Sentado a la cabece-ra de la mesa de su cocina, junto a un ventanal que da un parque luminoso y poblado de ár-boles, explica: Cuando contesto entrevistas suelen pasar por la situación del país o alguno de esos aspectos y ya sé lo que quiero decir. Muy pocas veces una pregunta me hace pen-sar algo y eso es lo que me resulta hinchapelotas. Sin embargo, le da una posibilidad a “El Anartista”: lo que no me gusta de las entrevistas es que ya sé todo lo que voy a decir; en es-te caso lo que me molesta es que no sé nada de lo que voy a decir. El hombre que está sen-tado a la cabecera de la mesa, Martín Caparrós, se licenció en historia mientras vivía en Pa-rís, obligadamente, debido a los años duros de la década del setenta en Argentina. Hizo pe-riodismo televisivo (desde aquel “El monitor argentino” pos dictadura, hasta el “Día D” de Jorge Lanata), gráfico y radial. Pero, fundamentalmente, el hombre sentado a la cabecera de la mesa, reconocido públicamente por sus eternos bigotes nietzscheanos, es un escritor. Pu-blicó crónicas (“Larga distancia”, “Díos mío”, “Qué país”), ensayos (“La patria capicúa” y ediciones críticas de dos textos de Voltaire), los tres volúmenes de “La voluntad” (historia de la militancia revolucionaria en la Argentina) y las novelas “Ansay o los infortunios de la gloria”, “No velas a tus muertos”, “El tercer cuerpo”, “La noche anterior”, “La historia” y “Un día en la vida de dios”. El hombre se levanta de la cabecera de la mesa, va hacia la heladera, descorcha una botella de vino blanco y vuelve a sentarse. Brindamos. Luego, el hombre, habla.

MUSEO DE LA NOVELA.
Caparrós bebe un trago de vino y, como consecuencia de un comentario sobre “Un día en la vida de dios”, esboza una mirada general sobre qué es una novela: Lo que más me gusta, al escribir una novela, es esta idea de que te da un marco en el cual todas las boludeces que se te pasan por la cabeza, que ves, que pensás, que recordás, van a tener un lugar. Es co-mo un cosmos, en sentido estricto. Un espacio en el cual todo puede ser organizable, frente al absoluto caos del mundo. Eso es, obviamente, una actividad divina. Escribir una novela es ser como un dios: postular un mundo, en algunos casos contarlo todo – cosa que no habría que hacer. En un hipotético museo de la novela de Caparrós nos encontraríamos, al comenzar, frente a “No velas a tus muertos”: Escribí eso, en verdad, no por una obligación moral sino, simplemente, porque era la única historia que me había sucedido con la sufi-ciente fuerza como para que, cuando tenía veintiún años, pudiera recurrir a ella. Creo que, antes de querer contar eso, quería contar. Quería escribir una novela. Nunca había pensa-do que iba a escribir novelas. Cuando era chico, escribía poemas. Un día me descubrí, sin querer, escribiendo una suerte de pequeño relato sobre el 25 de mayo del 73. Trabajaba en una empresa, en París: tipeaba. Un día, para joder, porque estaba ahí con la máquina, empecé a escribir. Al rato me di cuenta que era eso: un relato sobre el 25 de mayo. Me fui a comer un sándwich a una plaza, lo leí y dije: puta, pero yo podría escribir una novela con todo esto. Y, obviamente, el único tema que tenía para contar era el de la militancia de esos años. Quizás podría haber hecho una novela sobre los vampiros en Saratoga o del amor eterno entre dos pingüinos en el desierto pero, por alguna razón, me sentí más cómo-do y más impulsado a hacer eso. De “Ansay”, una novela de corte histórico, Caparrós dirá: Yo estaba escribiendo “Ansay” y en el medio leí Zama, de Antonio Di Benedetto. Me que-ría matar. ¿Para qué mierda estoy haciendo esto? Al llegar a “La noche anterior”, debe-mos beber algo de vino y detenernos: Le tengo mucho cariño: fue un libro en el que me permití que lo no contado fuera infinitamente mayor que lo contado y eso me tranquiliza mucho, viniendo de mi. Porque tiendo a pensar que tengo que contar todo y un poco más, sabiendo que eso es imposible. Entonces, le tengo mucho cariño a ese libro en el que pude no decir casi nada y que, me parece, es como una puesta musical; desde el principio te en-contrás, básicamente, con un ritmo. Si el ritmo te gusta lo seguís tarareando y, si no, lo ti-rás a la mierda porque, la verdad, no te da ninguna mano de dónde agarrarte. Es mucho más – perdón – si acaso, un poema que una novela. “La historia” es la próxima novela del museo, con algunas particularidades: es un escrito de aproximadamente mil páginas y el hombre de los bigotes nietzscheanos ocupó diez años de su vida en darle forma: Vivía en España. Un amigo mío tenía una casa en la Sierra de Segovia, un lugar muy lindo; me iba ahí, solo, me encerraba y escribía. Yo había escrito “No velas a tus muertos”, que eran co-sas que me habían sucedido a mí o a amigos, había escrito “Ansay” que tomaba ciertos textos de época y ciertos sucedidos más o menos verificables. Decía: qué lástima que no se me ocurren historias. Y se me empezaron a ocurrir historias. Seguí y se me ocurrían más. Pensé que lo que necesitaba era una máquina que me permitiera meter todas esas historias en alguna parte y que les diera algún funcionamiento, algún sentido que las interrelaciona-ra. En algún momento se me ocurrió, ya, la estructura de “La historia”. Lo que me parecía más necesario era dar con un castellano para el relato central; quería que fuera un caste-llano de ninguna parte, un castellano en el cual cualquier lector hispanoparlante se sintie-ra extranjero. Fue un laburo larguísimo. Cuando tuve la sensación de que lo había encon-trado, ya había escrito – no sé – trescientas o cuatrocientas páginas; tuve que rescribir to-do. Mientras escribía “La historia” tenía la sensación de que su premisa hacía que no tu-viera ningún final. El modelo de este escribir es el de la proliferación incontenible, por lo tanto, como forma, no tiene un final posible. Estaba muy preocupado con eso: cómo voy a hacer para terminarla. Y supongo que, nada, la terminé cuando se acabó la voluntad. Ya estaba. El museo se termina; el vino también. La última novela de Caparrós es “Un día en la vida de dios”: es una puesta en escena sobre la actividad de dios (creador de mundos, cual novelista) durante un día: Me parece que es una nota al pie de “La historia”. Me gustó hacerlo y la pasé pipa: no tenía ninguna ilusión con el hecho de que estaba escribiendo una novela. Se me ocurrió un título, que fue ese, me gustó el título y me dije: qué puedo hacer para ponerle una novela, un relato, a este título. Y se me ocurrió esta bobada de ir recorriendo momentos de ese día. Pero lo escribí todo el tiempo, claramente, como un chiste, como un divertimento y por eso la pasé muy bien. Ojalá pudiera seguir escribiendo en ese espíritu.

EL NOVIO DEL OLVIDO
La memoria, el olvido, el recuerdo, son temas centrales en la obra del señor Caparrós. El sol entra por el ventanal, iluminando la cocina del hombre sentado a la cabecera de la mesa que escribió, en “La historia”: Las culturas, en general, no están preparadas para pensar el tiempo de su olvido.
¿Cómo sería pensar el olvido?
Supongo que se parece, en términos individuales, y con perdón de la antropomorfización, con perdón del procedimiento y con perdón de la palabra, también, a pensar el tiempo post morten. Es muy difícil. Ya es bastante difícil pensar que uno se muere, como para encima tener que pensar qué va a pasar después. Es muy difícil, para una cultura, pensarse a sí misma, una vez que ya no exista. Las herramientas que tiene una cultura para pensar son las suyas propias, son aquellas con las cuales piensa las cosas. Entonces, pensar el tiempo de su propio olvido es tratar de saber cómo la van a pensar otros, o sea cómo la van a pen-sar desde otras herramientas. Y eso es casi imposible.
De “La noche anterior”: Cuando olvidamos es que hemos perdido, sin duda alguna, menos memoria que deseo. ¿El olvido se construye o es un pérdida de deseo?
Supongo que se construye muy fuertemente, sobre todo, el recuerdo. Por eso la idea de que olvidar no es perder memoria, sino perder el deseo, entre otros el que te hace recordar, el deseo de recordar. Pero sí, hay muchos casos en que el olvido es una construcción tan compleja como el recuerdo. El olvido es una gradación del recuerdo. Uno podría pensar que el olvido es cien y el recuerdo es cero y entre ambas va oscilando la forma en que uno construye sus propios relatos.
El olvido se toma como una figura negativa: no hay que olvidar, recordemos...
Ahh.... no vayamos a la actualidad nacional.
No, la actualidad nacional o hace doscientos años, es igual.
En Argentina hay, ahora, como una obligación de la memoria. Cuando se dice memoria se entiende el recuerdo de las atrocidades cometidas por los militares en la década del seten-ta. Me parece algo aterrador: es como haber secuestrado la palabra memoria, que es am-plísima, y darle un sólo sentido y privarla de todos los demás. Aquí, con la palabra memo-ria y con la idea de memoria hay un problema, digamos, político, ideológico, que a mí me molesta particularmente. Me da la sensación de que, en muchos casos, esa memoria y esa obligación de la memoria obtura la posibilidad de hacer cosas hacia delante, en el presen-te. Realmente, es como mi preocupación número treinta y nueve el recuerdo de las atroci-dades de la dictadura; quizás lo puedo decir – y quizás es un poco canallita – porque es-cribí dos mil quinientas páginas sobre la cuestión y entonces tengo “derecho” a decirlo. Pero creo que hay tantas cosas más importantes para hacer en Argentina que recordar las atrocidades de los militares, sin olvidarlas, pero sí poniéndolas en el lugar que se merecen. Durante los años ochenta y una parte de los noventa una proporción grande de la energía social estuvo dedicada a pedir por los muertos, según el modelo instaurado por las Ma-dres: primero los desaparecidos, después Bru, María Soledad, la AMIA, Embajada, hasta ahora, en que estamos con el 20 de diciembre, que es un poco distinto porque las otras son como muertes de víctimas inocentes: lo que se pide es, en la mayoría de esos casos, escla-recimiento y justicia. Lo del 20 de diciembre, lo de Santillán y Kosteki, son casos de gente que murió haciendo algo muy preciso, entonces reivindicarlos es reivindicar, también, lo que estaban haciendo. Cosa que no sucedía con los desaparecidos, razón por la cual escri-bimos “La voluntad”. Ese modelo de pedir por las víctimas, de la memoria, siendo muy respetable, ocupó tanta energía social que impidió, de alguna manera, que esa energía se dedicara a cuestiones mucho más acuciantes de la Argentina contemporánea. Alguna vez me he peleado con los chicos de HIJOS, diciéndoles: si sus padres se hubieran dedicado a recordar a los bombardeados del 55’, a Juan José Valle y a los muertos de la Operación Masacre, seguramente ustedes tendrían una familia, a sus padres no los hubieran matado, estaríamos tranquilos y a nadie le hubiera pasado nada. Ellos murieron porque se dedica-ban al futuro, no a la memoria. Creo que hubo un cambio y se ocupan mucho más de cosas más contemporáneas; pero en ese momento yo les criticaba eso.

LA SOCIEDAD DE LOS POETAS MUERTOS
El hombre de los bigotes filosóficos explica que no tiene problemas con la poesía, pero sí con la visión que tienen algunos poetas de sí mismos. De todas maneras promete ser, si al-guna vez lo es, diplomático: Me empezó a pasar que cuando escribo un poema, al cabo de unas pocas líneas, dejo de tomarme en serio. Empiezo a boludear, se transforma todo en una especie de chiste, en general. También es cierto que me incomoda esta especie de ima-gen que tienen los poetas de sí mismos como la última Coca – Cola del desierto aunque nadie se de cuenta; aquellos que hacen que el mundo siga funcionando y sólo ellos y entre ellos son capaces de notarlo y por eso se sienten un poco, por un lado, discriminados y por otro lado, tocados por la mano del Señor. A mí, cuando el Señor me toca con la mano, pre-fiero que me toque de otra manera. Y en otros lugares. Tengo esa incomodidad, no con la poesía en sí, sino con la circulación de la poesía y la percepción que tienen los poetas, en muchos casos, de sí mismos. Y en la medida en que, me parece, la narrativa va en la misma dirección que la poesía, me gustaría evitar caer en esa misma idea de sí mismos que tienen los poetas. Pero leo poesía y me da mucho placer. Tengo mambos con eso de que la poesía es indispensable para la supervivencia del mundo: por cierto, no sé qué cosas los son, pero ciertamente ni la poesía, ni la narrativa, ni ninguna de estas boludeces que se nos ocurren de vez en cuando.

MENTIRAS VERDADERAS
Hay un motor en las novelas de Caparrós: la traición. Sobre la traición gira el desarrollo de su novela “La historia”. Y, en “La noche anterior”, el personaje dice: Fui Judas, aquella noche. Siempre hay un traidor. Sin traición sólo quedaría como inmovilidad, ¿no? Si todo sucediera acorde a lo previsto y a lo pactado – la traición es aquello que no cumple con lo pactado, supongo – no habría ruptura y la ruptura es necesaria para que las cosas pasen a ser de otra manera. Supongo que no es fácil traicionar creativamente, como ninguna otra cosa. En general, las traiciones suelen ser tan pobres como todos los demás actos huma-nos. Son magníficas cuando tiene alguna riqueza particular, cuando pueden realmente romper, incluso, con esa lógica de la traición. Si la traición desestabiliza y moviliza la his-toria, la perfección es lo terrible (¿será la perfección el tan renombrado fin de la historia que, obviamente, a pesar de los predicadores de la misma, aún no se produjo?). El hombre, desde la cabecera de la mesa, opina que sí, que la perfección es inmovilizadora, aburridísi-ma, aterradora, en la medida que no te deja salida. Cualquier movimiento dentro de lo per-fecto solo arruina. Y, en ese sentido, lo perfecto es estremecedor. Por suerte, sólo existe como ilusión. Pero la ilusión de que existe es, igual, inmovilizadora. Algo muy presente, también, en las novelas de Caparrós es el tema de la ficción como forma de atacar la ver-dad. Y que la única actitud que retomaría el camino del gran padre Caín ... estaba en la mentira, la apariencia de la verdad, en la ficción, leemos, por ejemplo, en “La noche ante-rior”
¿Cuál es la diferencia entre mentira, ficción y apariencia de verdad?
Creo que hay como una gradación. Si a la ficción se le agrega la apariencia de la verdad se transforma en mentira. Si postulamos que ficción es aquello que denuncia su condición de no real, si a eso se le agrega una dosis de apariencia de verdad se transforma en menti-ra, que sería una ficción que no denuncia su condición de tal. Me parece que entre esos tres elementos se juegan las distintas gradaciones en que se puede expresar la ficción.
Decís que la ficción pone en evidencia que algo no es real. Un manual de historia, ¿no es ficción, también?
Esa era una de las primeras ideas cuando me puse a escribir “La historia”. Ahí fui cobar-de, porque lo primero que pensé fue en escribir un manual de historia, que tuviera real-mente la forma de un manual de historia. Pero pensé que había muchas más cosas y mu-chas más formas narrativas que quería ensayar y que no iban a entrar dentro del manual. Pero todas las notas de “La historia” son como el resultado o lo que queda de esa idea de hacer un manual de historia. Por supuesto que un manual de historia es un relato tanto como cualquier otro; lo que pasa es que, justamente, no denuncia su condición de tal y postula que es la verdad. En ese sentido es una mentira. La verdad existe, dice Caparrós y, señalando la lámpara que está encima de nuestras cabezas, ejemplifica: si se cae, en este momento, eso es verdad, pero los relatos que se hagan de la caída de esa lámpara serán sub-jetivos, no serán la verdad. No creo en la posibilidad de reproducir la verdad. Cada uno hace de ella el relato que puede y en la medida en que uno quiere que otro escuche ese re-lato ya, claramente, pasa a ser un producto, un artificio.

LITERATURA EN EL TOCADOR
Un corte, una quebrada (de mano) y leemos en “Ansay”: la masturbación es la sexualidad escribiendo un cuento. El hombre se toca (los bigotes filosóficos) y penetra en el tema: frente a la sexualidad, con otro o lo que sea, que es como puro acto, más allá de lo que uno haga y le agregue a ese acto, se podría pensar que el acto allí es lo central. En cambio, en la masturbación, lo central es el relato: uno tiene que pensar, imaginar, contarse, recor-dar. Es puro relato. Es la única forma literaria de la sexualidad. Y no me estoy justificando por eso (risas). Pero me parece interesante. Creo que tiene que ver con eso. Hay otras refe-rencias sexuales en la obra de Caparrós: en “La noche anterior” habla de la impotencia co-mo flor de la escritura. Acabemos: Me parece que cualquier sexualidad que no se explaya en las formas habituales recurre a la literatura o al relato o a lo que sea.

EL EXILIO Y EL REINO
Martín Caparrós estuvo exiliado durante la década del setenta. Es por eso, si acaso, muy fuerte la presencia del exilio en sus libros. Sin embargo, el hombre que sostiene un vaso ya vacío, escribió: Nadie puede escribir sobre el exilio, porque escribir es el exilio siempre. Antes del exilio la palabra no tenía conciencia de sí, era una sola, piedra blanca sobre pie-dra blanca.
¿Hay otra forma de escribir que no sea a partir del exilio?
Yo escribí eso estando exiliado, pensaba que mi condición de producción era el exilio y, de hecho, las primeras novelas las escribí en esas condiciones. Además tenía la sensación, en ese momento, de que el destierro es fundacional de la historia: la cuestión del pueblo judío y cómo la Biblia empieza, también, con un destierro. Es una afirmación taxativa que po-dría, finalmente, defender, en la medida en que el momento de la escritura está siempre exiliado del momento de aquello que se escribe o que supuestamente se describe. Digo: es-cribir es siempre retirarse, de alguna manera, e instalarse en otro territorio desde el cual se mira para afuera, para adentro, para dónde sea pero desde un territorio distinto; enton-ces la posición del escritor es siempre la del exiliado. Siempre estás en otra tierra, donde escribís. Y en ese sentido sí, creo, puedo seguir sosteniendo esa afirmación.
¿Qué pasa cuándo lo que querés decir es lo que te destierra, cuando hay algo indeci-ble?
Yo nunca logré llegar al territorio de lo que quería decir. Pasar de esa pura potencia que es la idea a la estúpida concreción que es un libro, es decepcionante. Pero, a veces, te en-contrás con algo que no sabías que podías llegar a decir y dijiste. Ese, para mí, es el ma-yor placer: encontrarme con algo que escribí sin saber que lo iba a escribir. Y no significa no exiliarse, porque seguís estando en un territorio distinto de aquel que sería al que vos querías llegar. Pero sí llegar a un territorio de exilio nuevo que te ofrece algún tipo de sa-tisfacción. Yo pensaba que no había vuelta posible del exilio; el exilio vital, ¿no? Se puede sostener esta idea de que uno no sabe que el paraíso lo es hasta el momento que se va de él; digo: antes de irte no es el paraíso, es una especie de presente perpetuo indiferenciado en el que estás. Y, entonces, sólo al salir y al perder la ingenuidad descubrís que ese paraí-so al que querrías volver era algo que lo calificaría como paraíso y que entonces el retor-no, por lo tanto, es imposible. Creía eso y de hecho lo escribí. Ahora no estoy tan seguro: me parece que, en términos de experiencia, sí volví a la Argentina, de una forma que, a lo largo del tiempo terminó por, no anular, pero integrar el hecho de que haya vivido diez años en otros países y de que haya estado exiliado. Me parece que hay algo muy fuerte en el origen que, si uno lo retoma, amalgama e integra los destierros que hubo, no producen, como yo creía, esta imposibilidad de retorno.

RECUERDOS DE LA MUERTE
Otra de las búsquedas constantes en las novelas del señor sentado a la cabecera de la mesa es intentar pensar esa obsesión de la raza humana por justificar su existencia con un más allá: Una cosa es estar, que efectivamente nos sucede y está bien y me parece que es intere-sante pensarlo y otra cosa es esa desesperada búsqueda de darle un sentido a ese estar, que en general se canalizó a través de la religión. Eso es lo que me parece patético. No es que estamos y además tenemos sentido y además vamos a seguir estando y además servi-mos para algo. No: estamos. Y eso es muchísimo, genial. Pero no nos bancamos que sea sólo eso. Por eso inventamos dioses y todo ese tipo de cosas. La religión no es solamente un barbudo sentado sobre las nubes con un bastón en la mano: La búsqueda de sentido no sólo se resuelve en la invención de dioses. Con la aparición de la razón y la ciencia, mu-chos transmitieron esa religiosidad y esa búsqueda a la idea de razón. Yo supongo que a mí, si me interesa tanto la cuestión de la religión, tiene que ver con esa idea. O bien: llegó a mi vida a través de su vertiente racionalista, más específicamente marxista. Es decir que no son sólo los dioses, pero sí otras formas de la religiosidad. Si los humanos tienden a buscar formas de religiosidad es porque allí está presente, claro, la muerte. Y la muerte es otro de los temas clave del señor de los bigotes nietzscheanos: Vi mucha gente que estaba dispuesta a controlar su muerte y que podría hacer con ella lo que más o menos quisiera, en el sentido de usarla para un fin determinado. O juremos con gloria morir; Patria o muerte; Perón o muerte. Toda esa idea de la muerte como cimiento de la construcción vie-ne del cristianismo y, seguramente, de mucho antes. Supongo que una de las escasas venta-jas de esta época, para muchos, es que no estamos creyendo en eso. Seguramente sí lo creían esos tipos que se tiraron sobre las Torres Gemelas. Y es un valor extraordinario, porque pone en jaque toda la racionalidad; es lo que dicen los servicios americanos: po-demos combatir a alguien que no quiere morir, pero si alguien está dispuesto a morir no tenemos cómo combatirlo. El inconveniente central de eso es que la disposición a construir con la propia muerte algo que la supere, en general, necesita de algún tipo de pensamiento religioso. En general, la promesa de que eso por lo cual estás entregando tu vida se va a cumplir la da algún tipo de religiosidad, ya sea mística o nacionalista o la que sea. Y ahí es donde se jode todo. Porque te incluís dentro de una estructura que te supera y, por lo tanto, te despoja de tu capacidad de resolución y de la idea de decisión individual. Desde el mo-mento en que estás diciendo: si yo muero el mundo va a ser mejor y está garantizado que el mundo va a ser mejor por una verdad teológica, entonces estás entregando tu capacidad de decidir cómo modificar las cosas y se la estás entregando a esa verdad teológica que siem-pre tienen sus tipos que la manejan y controlan y que, rápidamente, se instauran en castas sacerdotales, en estructuras de poder y se apropian de toda esa potencia, esa energía indi-vidual, social. Y es un problema, porque para jugarse a hacer algo muy en serio, en gene-ral, hay ese riesgo de muerte y poca gente acepta tomarlo sin esa garantía y cuando tomás esa garantía entregás tus posibilidades de existir. En ese especie de negocio estamos ence-rrados desde hace dos mil años.

NO LLORES POR MÍ, ARGENTINA
Aunque el señor de los bigotes nietzscheanos reniegue de esos temas, llegamos a la actuali-dad nacional: dice que quizás no pasó tanto como pensamos que había pasado (refiriéndose al diciembre del 2001 y sus consecuencias), dice que quizás todo se detuvo porque no hay un futuro imaginable. Es un embole: sería maravilloso poder hacer sin tener esa idea de lo que está adelante; pero es muy difícil de cambiar ese hábito de conducta. Es un lío esa contradicción entre que ir con un destino manifiesto crea unas estructuras de poder que hace que ese destino se haga mierda, por un lado, y por otro lado ir sin ese destino mani-fiesto hace que cualquier movimiento se diluya. Creo que ahí está la parte central del asun-to pero no sé cómo se soluciona. En ese futuro imaginable, más allá de coincidencias o di-vergencias, creía la generación del setenta. La generación desaparecida. ¿Qué hubiera pa-sado si la revolución del setenta hubiera triunfado? Hubo algún momento en que pensé que habría sido terrible. Cuando vi lo que hizo la conducción montonera en los años 79, 80 y de ahí en más, me dije: menos mal que no ganamos. Pero tampoco estoy, ahora, tan seguro porque también se puede pensar que, si hubiéramos ganado, habría sido, justamente, por-que esa conducción había sido desbordada por otras cosas, no sé si necesariamente mejo-res, pero quizás mejores. Digo: perdimos porque estaba esa conducción, básicamente, en-tre otras cosas. Perdimos, también, porque creíamos que éramos mucho más de lo que éramos; porque el enemigo era visiblemente mucho más de lo que nosotros pensábamos que era. De todos modos, dice Caparrós, es imposible suponer la historia: es cómo pensar que sería tu abuela si tuviera ruedas, ¿una bicicleta? De todos modos, sí, esa época dejó se-cuelas: esa derrota no fue sólo militar sino también ideológica y política, en el mundo. Mi abuelo fue un republicano español que se exilió y toda su vida siguió siendo un republica-no español: seguía estando de acuerdo con lo que había sido. Nosotros, no. Afortunada-mente, un poco como dicen ahora, somos montoneros derrotados. Estamos en desacuerdo con lo que éramos. Entonces no es sólo una derrota militar o política, es la desaparición de una forma de hacer. Me parece que, de alguna manera, van a reaparecer, están reapare-ciendo movimientos pero van a ser muy distintos y no van a tener nada que ver con eso, afortunadamente. No hay opción de que pasen cosas semejantes, pero sí que pasen otras. Lamentablemente no pasan las cosas en los tiempos que uno querría. Una de las grandes enseñanzas, con respecto a los setenta, es que creíamos que pasaban las cosas en los tiem-pos que uno quería, en los tiempos individuales. Está bien que uno lo crea, pero también está bien saber que no es así.

Cohen, Marcelo. Entrevista

ABRAPALABRA: ENTREVISTA A MARCELO COHEN
Entrevista: Laura Mazzocchi, Sebastián Toro, Nicolás Romano y Jorge Hardmeier
Edición: Laura Mazzocchi y Jorge Hardmeier

MI PEQUEÑO BUDA
Marcelo Cohen es – como el título de uno de sus libros – un hombre amable. Ha tenido una inusual predisposición para realizar la entrevista, que se desarrolla en un moderno bar del barrio de Montserrat. Este hombre amable, autor de libros como “Los acuáticos”, “El oído absoluto” y “El fin de lo mismo” – entre otros – vivió veinte años en Barcelona y es una de las voces más interesantes de lo que podríamos (mal) llamar la nueva narrativa argentina. En 1990 publicó un pequeño ensayo, “Buda”. En el primer párrafo de ese libro se desarrolla la que es – tal vez – la gran búsqueda de este hombre amable: El desconocimiento de la ver-dadera condición de la vida era, según él, la fuente del deseo, y éste (sed, ansiedad), el ori-gen de nuestro ingobernable apego a aquello que, por no librarnos del curso del tiempo, nos impide ser felices.

UN PROBLEMA LLAMADO DESEO.
- Cito un texto tuyo: no hay final cuando se redacta, y porque la falta de final visible es un regalo (...) En la narración no hay final ¿Hay origen y si lo hay, cuál es?
- Depende de la idea que uno tenga de lo que son los orígenes. Si uno tiene una idea de fluir, de la vida, el origen siempre es arbitrario. Hay una elección que es la que determina el origen. Uno no tiene muy claro cuál es el origen de todo: del universo, de la cultura, etc. Hay un encadenamiento infinito de causas y en cierto momento, uno, en el relato, detecta un momento de lucidez o de despertar que en mi caso está relacionado, no siempre con una imagen germinal - a veces, sí – como con la unión de tres o cuatro elementos que hay en la cabeza. Y uno ve que dos o tres elementos que están ahí presentes, que tienen cierta perma-nencia en la memoria – porque están relacionados seguramente con una sensación fuerte que uno ya olvidó – se conectan. A veces se conectan voluntariamente; uno dice: a ver estas cosas que están por ahí, cómo pueden formar parte de la misma historia. Lo anterior es cuerpo, es memoria. El momento de decidir la conexión es un acto de voluntad. En algún momento ocurre que esas cosas, uno decide que pueden formar parte de la misma historia. Para mi, ese es un método de escritura. Es decir, lo he adoptado como excusa para escribir, como disparador. Y eso es el origen. Pero, en realidad, todo se origina mucho más atrás, probablemente ni siquiera en la imagen que uno ve, sino en una sensación que uno perdió y que hace que esa imagen te importe por alguna razón que ignorás. Es decir: hay un olvido.

- Referido a la memoria decís: No sé que peculiar seducción puede tener la memoria desenterrada.
- Yo creo que el culto activo de la memoria voluntaria no es una buena vía a la felicidad práctica. El pasado pasó y no sirve para nada. El pasado no sirve para la conquista de cierto tipo de felicidad a la que yo aspiro, que no es la dicha, ni el regocijo – que son chispazos – sino a algo más permanente: la eliminación de la ansiedad. Y la eliminación de la ansiedad está relacionada, me parece a mí, con la atención al presente que es lo único que de verdad existe; es decir la suspensión de los proyectos sistemáticos, la venta o hipoteca de tus sen-saciones a lo que viene después.

- ¿El cuerpo no es ansioso?
- El cuerpo es ansioso. Recibe y trata de responder a todas las excitaciones posibles. El cuerpo no se calma nunca. El problema es qué hace la mente con eso.

- ¿Y la memoria interfiere, en estos casos?
- La memoria crea una ansiedad añadida, cuando es voluntaria. Otra cosa es la memoria in-voluntaria, del tipo de la de Proust, que es indetenible. Y que produce, paradójicamente, una sensación de eternidad, porque conecta momentos lejanos entre sí como si fueran lo mismo.

- Y momentos del pasado como si fueran un presente.
- Exactamente. Beckett dice: la memoria voluntaria es el tendedero de ropa de la existencia. Es decir, uno va poniendo ahí sus posiciones, posesiones y todo eso. Me parece que está re-lacionado con la necesidad de posesión de sí mismo, con el esfuerzo por mantener la iden-tidad. Y cuando uno abandona ese esfuerzo se revela como una cosa sinuosa, más blanda, desmenuzable y cambiante. Cuando uno piensa mucho en el pasado, indefectiblemente lo que hace es tratar de corregirlo. O, simplemente, se delecta en el pasado. Y a mi me parece que eso pone una película añadida a la percepción del presente, que hace que uno lo viva menos. O uno pone atención a sus proyectos, se vuelca hacia el futuro, espera qué viene ahora, continuamente, que es la ley de esta sociedad, por otra parte, a la que podríamos lla-mar la sociedad del espectáculo. Hay un solo campo en el cual se podría defender el esfuer-zo de la memoria y es en el campo del destino de las comunidades.

- ¿Por qué el olvido puede operar positivamente en los individuos y no en las socieda-des?
- Porque el hecho de que sea un tema comunitario ya te libra del ego. Es para todos. La so-ciedad argentina no entiende de vida comunitaria. Es mafiosa. Defiende los interiores, la familia, los pactos de amigos más allá de la legalidad, poné un aprecio excesivo en el afecto de sangre y los pactos cívicos, el bien común, se desprecian. En ese campo la memoria, po-dría obrar, al menos, como una legalidad virtual.

- Decís, en “Los acuáticos”: la conciencia, esa cinta sin fin que a todo el mundo se le en-trometía entre los hechos y las sensaciones. ¿Qué ocurre con el deseo?
- El deseo no pertenece al campo de la conciencia. El deseo obra subrepticiamente. La pa-labra que más usan los budistas para aquello que los occidentales traducimos como deseo es dukha. Y de los diccionarios que he podido consultar, la mayoría lo traducen como ansie-dad. Yo creo que el deseo es el problema. La conciencia es una formación secundaria del deseo. La eliminación del deseo no es ni más ni menos que, para mí, la atención plena al presente. No estoy hablando de sexo. Estoy hablando de deseo de seguir siendo. El deseo del que yo hablo – que me parece que es una gran aspiración eliminar o sosegar o apaciguar – no es ni más ni menos que la suspensión de las expectativas: no el qué vendrá ahora, no calcular, no hacer estrategias, no perder tiempo en esas cosas, si no estar plenamente en el momento. Por lo tanto, no elimina el placer. El placer puede ser mucho mayor. En los mo-mentos de mayor placer, cuando uno dice: qué bien que me lo estoy pasando, ahora estoy haciendo esto, qué bueno es esto para mí, qué feliz soy, ya no es feliz, porque ha quedado confiscado a una idea de lo que le está pasando.

LENGUA Y LITERATURA
- Entonces, el gran problema es el lenguaje.
- El lenguaje es el problema y, al mismo tiempo, en la medida que se ha separado tanto de la sensación, es en el leguaje donde tenemos que actuar. Los momentos de gran intensidad, esos momentos en los cuales uno se entrega y deja de pensar, paradójicamente, están unidos a una gran necesidad de comunicación. También es cierto que hay un momento en que el fin de la ansiedad llama al silencio. Pero es un gran aprendizaje. Beckett tuvo una relación muy larga con un hombre que durante veinte años lo quiso entrevistar. Se hicieron amigos. Este muchacho – periodista y escritor – era budista. Y Beckett le preguntó: ¿qué hacen los budistas? Básicamente nos sentamos a mirar la pared. Y Beckett le dijo: yo toda la vida he hecho eso. Yo me siento a mirar una pared e inmediatamente veo la escritura.

- Recuerdo el final de “Panconciencia”, decís: buscan como si oliesen las necesarias pa-labras nuevas, se preparan para la independencia y el rocío (...) ¿Qué independencia apuntalan estas palabras nuevas?
- Todos los mensajes circulantes están muy separados de las sensaciones. Hace muchas dé-cadas que las mentes más perceptivas – Roland Barthes, el mismo Borges – dicen que el lenguaje nos dice. Decide por nosotros. El repertorio de lo que circula está muy relacionado con la sociedad mercantil y más que nada con el fetiche de la mercancía. El lenguaje de los medios de comunicación, el lenguaje de la publicidad, el lenguaje de la política, el lenguaje de buena parte de lo que se entiende por arte, está hecho de un repertorio de palabras y de expresiones muy limitado y ese sistema verbal es nuestro pensamiento. Entonces qué pro-ponen algunos, como William Bourroughs: cortar las líneas. No es caprichoso el experi-mento de Bourroughs, de cortar y pegar, para que aparezcan cosas nuevas, que susciten pensamientos nuevos.

- Cito: entretanto el recuerdo de la Panconciencia envuelve el mundo real e impide verlo. ¿La ficción es otra realidad?
- No. Pero es precisamente un uso del lenguaje que trata de prescindir de lo instrumental. Por eso a mí no me gustan los libros cuyos autores se ufanan o de los cuales los lectores di-cen: me atrapó tanto que me tenía agarrado. A mi no me gusta eso. A mi me gusta que el lector se quede por su propia voluntad, porque le gusta estar ahí, no porque lo han agarrado.

- En “Usos de las generaciones”: una quiere comunicar una experiencia, busca una forma, un medio de unión como un lenguaje pero también una cosa que se pueda poner en el mundo, para ver y para tocar. Cada uno, al escribir, ¿está creando un lenguaje?
- No todos los escritores lo hacen. En mí sí, es una aspiración. A mi me gusta crear códigos porque creo que los códigos que manejamos sólo expresan o permiten desplegar algunas de nuestras posibilidades.

- ¿Qué se necesita para crear un misterio?
- No sé; ojalá yo pudiera crear un misterio. Lo primero que hay que tener es una cierta con-fianza en el misterio. Es misterioso que uno, al salir de su casa, se encuentre con A y no con H. El misterio es por qué pasa lo que pasa. Pongamos al misterio del lado inverso al de la lógica. De la lógica formal, de la lógica como disciplina del conocimiento, la que dice: si A está en X, no puede estar en Z. Montones de fenómenos, de los más cotidianos, desmienten eso. ¿Dónde transcurre una conversación telefónica. Las ciencias han descubierto todo esto más o menos al mismo tiempo que la filosofía o la literatura. Todo sucedió, más o menos, en las dos primeras décadas del siglo XX.

- En “El fin de la palabrística”, el narrador dice – con bronca, casi -: cada ciudadano es un átomo de una gran molécula con sentido. Yo detestaba esos mórbidos mecanos, el universo unívoco de la Panconciencia. ¿Cuándo uno escribe, no crea un mecano?
- Yo procuro no hacerlo. Yo tuve Mecanos y eran un problema. Las grúas se me movían. Al final desistía, por impaciencia pero también porque eso era poco dúctil. Pero eso pertenece al plano de la técnica material, y la materia necesita cierto tratamiento para no expresar de manera atroz su resistencia. Pero en la literatura es más del orden de las arenas movedizas. Porque las emociones son así. Y a mí no me parece que haya que escribir atornillando. Me parece que las uniones, como en la vida, deben ser más del orden de la de los gases: valen-cias débiles, uniones cambiantes. El lenguaje es un problema, pero eso que yo estoy pidien-do – que me estoy pidiendo a mi mismo – sólo se puede hacer en el lenguaje. Es lo único que tenemos. Ese es el campo donde hay que actuar. Por eso uno sigue escribiendo.

EL CHUPAMEDIAS DE LOS POETAS
- Hay varios párrafos en los cuales se nota un ensalzamiento de la poesía con respecto a la prosa.
- Es así. Lo he hecho muchas veces hasta que me di cuenta de que podía convertirme en un chupamedias de los poetas.

- ¿Es así o es una “patada” a cierta poesía argentina? ¿Es algo irónico?
- No. Cuando uno se encuentra con un verdadero poeta – que es muy difícil de definir, pero que podríamos definir como todo lo contrario de un político – se da cuenta de que verdade-ramente hay otras posibilidades de estar situado en la realidad. Conozco muchísima gente que escribe poesía pero sólo conozco dos o tres que me parece que son poetas. Esto no quiere decir que alguno de los otros no escriban buena poesía. Pero es distinto a lo que uno llama un poeta. Un poeta tiene una percepción más amplia, tiene visiones, y está menos condicionado en sus respuestas. Y además, la poesía, desde hace muchísimo – desde Bau-delaire, por lo menos – se eximió de cumplir con el público. La narrativa tardó muchas dé-cadas más en darse cuenta de que tenían que importarle los lectores y el público en general no, porque de todas maneras, si trataba de ser fiel a la gratuidad de la literatura, no podía menos que entrar en una contradicción con las exigencias del público, que en realidad quie-re ver siempre lo mismo. Me parece que hay una superioridad de perspicacia en la poesía. Después está el problema de las formas y, en ese sentido, es tan poco libre como la narrati-va. Siempre hay, en todo artista, el sueño de una forma, y eso ya es una construcción. Es muy curioso, porque en el choque entre el deliro personal, la turbulencia de cosas que uno necesita expresar y el límite que impone la construcción formal, el lenguaje produce como una especie de desbordamiento – no de callejón sin salida – de estallidos que crean opcio-nes nuevas. Esto pasa en la prosa, también. Lo que pasa es que la prosa ha quedado – du-rante muchas más décadas – como la forma narrativa, hasta que el cine la desplazó, que te-nía que brindar ese tipo de placer que consiste – dicho muy groseramente – en la exposi-ción, el nudo, el desenlace, el suspenso y que además podía enseñar modelos de conducta, resignando la aspiración de la poesía que es mezclar el goce con el conocimiento. Sólo a partir de Joyce y a través de los distintos herederos de Joyce, de Proust, de Kafka – y para-lelamente a la evolución de la dictadura del mercado y de la conciencia de que en definitiva la vida social estaba dominada por mensajes tiránicos – la prosa se dio cuenta de que si atendía a sus propias necesidades, a las necesidades expresivas del narrador, iba a correr el mismo destino que la poesía. En definitiva, la narrativa no tiene un destino de conquista rá-pida del lector; circula entre poca gente, no pasa nada y no hay que asustarse por eso.

- ¿Se puede escribir narrativa desde una forma poética?
- Yo tiendo a ignorar las barreras entre los géneros, porque me parece que se abren más po-sibilidades. Siempre sin olvidar que esas superaciones tienen que dejar cierta constancia de sí en el texto mismo como para que el lector tenga una mínima orientación. Quiero poder participar del juego que yo propuse. Y pienso que si yo puedo participar, existirán algunos lectores que van a poder hacerlo.

HUMANO DEMASIADO HUMANO
- Hay mucha presencia de la música en tus textos ¿Es la que más tiende al silencio que busca el arte?
- No tiende al silencio. Hay que tener cuidado con esas cosas. Porque si tendiera al silencio se callaría la boca.

- Del silencio como búsqueda, hablaba.
- A mi me parece irreparable, en los hombres, la necesidad de agregar algo a la naturaleza. La naturaleza no necesitaba a Mozart. Mozart se necesitaba a sí mismo, Mozart necesitaba a la música. No podemos hacer naturaleza. La música es humana. Es arte, parte de la cultu-ra.

- Añadir o inventar eran una necesidad humana tan natural que al principio debía haber sido inhumana. ¿Cuándo algo pasa de ser inhumano a humano?
- Hay posibilidades de convertirnos en inhumanos cuando actuamos por puro instinto. Es lo que se llama acto gratuito. Eso es inhumano.

- ¿El amor sería inhumano?
- El amor tiene momentos en los que es inhumano. En el mismo momento en que yo pienso si lo que hice es humano o inhumano, ya está, ya perdí la naturaleza. Nos acercamos a la naturaleza cuando menos instrumentales somos. El “para” es el comienzo de la humanidad y es el fin de la naturaleza. Y está relacionado con la instrumentación, porque inmediata-mente después de eso viene usar a un animal para extraerle la leche, para hacer un arado. En la naturaleza no hay jerarquías: el animal mata porque tiene hambre, no mata para ali-mentarse y seguir viviendo, ni planifica el uso del alimento. La jerarquía es diferenciación. Y es la diferenciación la que crea la serie, ya imparable de pensamiento en el futuro. En el amor está esa sensación de pérdida de sí. En pro de algo mucho mayor. Esos momentos – como dice Bataille – dan un conocimiento inexplicable, desbordante, mucho mayor que cualquier conocimiento discursivo. Y me parece que la poesía anda detrás de eso. Como la religión. Sólo que la poesía – al revés de la religión – no es paradigmática; no te dice: he encontrado esto, lo conseguí y lo debés actuar de tal manera. Dice solamente: he encontra-do esto. La prosa también lo puede hacer.

LA VOZ DEL INTERIOR
- En tus libros hay muchas mutaciones, cambios de rostros y hasta de nombres. La personalidad no es fija.
- Son figuraciones de mi convicción de que somos así. Uno es una multiplicidad de posibi-lidades.

- ¿La asamblea interior que se presenta en tus textos?
- Sí. Es el locutorio interior: esa voz. La voz de la obsesión.

- ¿Qué pasa con la vida al margen de la literatura?
- Uno siempre escribe su vida. No puede escribir otra cosa que su vida. Nuestra identidad es un relato que nos hacemos nosotros de nuestra vida. Y todos los meses, ese relato, puede ser distinto. Por eso la identidad es cambiante. A mi me gustan los relatos. Me gustan las formas. Me gustan las formas que se acercan peligrosamente a lo amorfo. Y por otra parte, me gustan los puros relatos: me gusta que la gente cuente cosas – sueños, anécdotas, mo-mentos de su vida, películas que vio, libros que leyó, o cosas que se inventa - Hoy se habla mucho de utopía: ¿qué es una utopía? Una utopía es un relato. Y no existe – pese a lo que diga mucha gente hoy, muchos progresistas – la utopía, no porque se la haya robado, sino porque ellos no pueden formularla.

- ¿Dios es un relato?
- Es el gran relato. El relato máximo.

- ¿Y hay forma de escapar de ese relato?
- Sí. Dándose cuenta de que es un relato antropomórfico. Y de que, en definitiva, Dios es el nombre que uno da a la existencia de las formas. Quiero decir: entre mirar una hoja y admi-rar las nervaduras y la prodigiosa regularidad con que eso se repite a lo largo de todas las hojas de todos los árboles de la misma especie, las respuestas son: investigar cómo fue po-sible eso, atribuirlo a un creador o quedarse en una gran reverencia general no pasmada, si-no lúcida, de que eso es posible y que estamos hechos de esa manera. Por lo tanto uno ¿qué hace? Uno hace hojitas. Los escritores hacen hojitas. Es decir: se sitúa en ese ciclo de for-mación permanente que es la sucesión de la vida: formas provisorias durante largos perío-dos iguales a si mismas en las cuales, de vez en cuando, se produce alguna mutación.